La memoria de nuestro paisaje

Paisaje, según la definición canónica, es la extensión de un área que puede ver el ojo humano. Para muchos, el paisaje parece un escenario estático. Al aparentar estabilidad, es interpretado como mero telón de fondo del transcurso de las gestas humanas. Sin embargo, como consecuencia de fuerzas geológicas, así como la interacción entre la vida y su ambiente, el paisaje evoluciona a través del tiempo.

Durante millones de años, en nuestro planeta se han sucedido infinidad de cambios producto de gigantescas erupciones volcánicas, largos períodos de glaciación, e incluso por el impacto de meteoritos. No obstante, en los últimos milenios quien mayormente ha contribuido a esta gran cadena de alteraciones, ha sido la joven especie humana. El desarrollo de la agricultura ha acelerado las modificaciones del paisaje planetario, mutando la faz de la Tierra misma: grandes extensiones de bosques han sido deforestadas para dar paso a campos de cultivo y asentamiento en continuo crecimiento. Estos han alcanzado tamaños y densidades nunca antes vistas en otras poblaciones animales. La intensidad de este salto demográfico tuvo como consecuencia lo que se ha denominado paisajes culturales, ambientes profundamente alterados por las acciones de nuestra especie.

Lo particular del paisaje es que sus elementos no son tan solo físicos, sino también cognitivos: sucede que la percepción de las distintas culturas, manifestada a través del lenguaje, segmenta el paisaje en categorías. Así, en español usamos palabras como pradera, glaciar, loma, lago o volcán, con las que se proponen límites que asumimos como reales. Estos bordes pueden ser descritos por la continuidad de la superficie terrestre, donde una depresión es un valle o un alzamiento es una montaña o, según el estado de los elementos observables de un lugar, si un cuerpo de agua está estancado, es un lago, o si fluye, un río.

“El paisaje es un proceso inacabado o en constante construcción y, si bien es fruto de nuestras formas de pensar el entorno, al mismo tiempo tiene el poder fundamental de configurarnos como seres vivientes al darnos un contexto”.

Otros idiomas, como el jahai en Malasia, no distinguen entre el agua como sustancia y el agua como parte del paisaje, siendo entonces agua y río siempre una sola entidad. Incluso existen lenguas que denotan una dependencia a la topografía aún más notoria, como el yupno de Papúa Nueva Guinea, que orienta el futuro cerro abajo hacia la desembocadura de un río y el pasado en dirección a la cima de una montaña.

Es decir, el paisaje depende del observador, quien lo percibe, valora y modifica según su cultura y lenguaje. En suma, podríamos decir que el paisaje es un proceso inacabado o en constante construcción y, si bien es fruto de nuestras formas de pensar el entorno, al mismo tiempo tiene el poder fundamental de configurarnos como seres vivientes al darnos un contexto. 

©Manuela Montero

Nuestro paisaje -el de los autores- está en Concepción, ciudad emplazada en el valle de la Mocha, junto al río Biobío. Aquí comienza la cordillera de Nahuelbuta, desde donde, alguna vez, se extendía una gran selva fría hacia el sur. Esta tierra estuvo repleta de humedales y pequeños lagos, además de una gran diversidad de plantas y animales, pero actualmente, se encuentra sitiada por abundantes plantaciones de pinos y eucaliptos. Si nos preguntamos acerca del origen de este cambio, y qué fue de la exuberante vida que componía nuestro paisaje, debemos embarcarnos en un recorrido por sus más recientes capítulos.

El sur de Chile es una tierra que ha visto una serie de transformaciones en los últimos siglos. Uno de los cambios más significativos en el paisaje ha sido la deforestación de grandes extensiones de bosque. La memoria colectiva mapuche los recuerda como abundantes y sagrados. Si bien la cantidad de estos ecosistemas era considerable, no cubrían la totalidad del paisaje, pues los mapuche practicaban una agricultura de prado en los bosques. La importancia de estos como fuente de sustancias medicinales, alimentos y madera para la fabricación de construcciones, embarcaciones y herramientas, se tradujo en una equilibrada relación de uso y respeto. Estas formaciones boscosas fueron también descritas por los primeros españoles en llegar a la zona como espesas e impenetrables selvas.

“El paisaje es político y surge a partir de las relaciones de dominación entre humanos y otras especies”.

Tras la independencia de Chile, dos procesos históricos ocurridos a mediados del siglo XIX contribuyeron a la transformación del paisaje del sur del país. Por una parte, la ocupación de la Araucanía que realizó el ejército chileno, que consistió en el violento desalojo del pueblo mapuche. Forzados a vivir en “reducciones”, estos fueron despojados de gran parte de sus tierras, las que fueron repartidas entre asociaciones de privados y destinadas al uso agrícola o la explotación maderera.

Por otra parte, a través del océano llegó una ola de inmigrantes europeos, quienes recibieron tierras de parte del Estado chileno y comenzaron a cultivarlas. Los terrenos ocupados por bosques eran considerados “vacíos” e improductivos, por lo que eran quemados y habilitados rápidamente para la agricultura, realizada hasta que la fertilidad de los suelos desaparecía, momento en que la tierra sobreexplotada era destinada al pastoreo extensivo.

Luego, con la intención de recuperar estos suelos erosionados, a mediados del siglo XX se iniciaron los primeros monocultivos de pino a gran escala del país y se instalaron las primeras fábricas estatales de pulpa y papel que, privatizadas en plena dictadura, son ahora parte de las empresas que monopolizan el rubro forestal. Estas actividades, sumadas a la expansión de otras industrias y el crecimiento demográfico de los asentamientos humanos, ha reconfigurado el paisaje del sur de Chile. Los antiguos bosques, humedales y ríos fueron convertidos en un paisaje industrial compuesto por ciudades, fábricas, plantaciones, embalses, entre otros grandes artefactos de la cultura humana.

©Manuela Montero

A la luz de esta historia, vemos que el paisaje es político; es decir, que surge a partir de las relaciones de dominación entre humanos y otras especies. Nuestra matriz cultural refuerza esta relación de control, pues percibimos el paisaje como un objeto externo a nosotros, lo que nos lleva con facilidad a considerar que es un simple ambiente al servicio del humano. Esta percepción utilitaria del paisaje, se traduce en la extracción y destrucción de sus limitados elementos –que denominamos recursos naturales–, para así alimentar nuestra insaciable economía a costa del planeta.

Por otra parte, en los últimos años, se ha desarrollado una nueva percepción del paisaje como mero bien de consumo, caracterizado por fotografías de viajes a lugares remotos en busca de parajes prístinos y visualmente atractivos. Estos recorridos giran en torno al placer de una cómoda y digitalizable experiencia sensorial, alejándonos de cualquier incomodidad que el ambiente pueda presentar, lo cual mantiene cristalizado un profundo desinterés respecto al origen y estado del paisaje mismo. Un ejemplo son los parques nacionales, los cuales actúan como vitrinas de naturaleza, donde recorremos un sendero fijo que nos devuelve pronto a la seguridad de nuestros hogares. A la par, nuestro paisaje más cercano, donde vivimos, es algo que apenas valoramos.

La consecuencia de pensar el paisaje como un objeto a nuestra disposición, ya sea como recurso natural o adorno: es el desapego. Al distanciarnos de nuestro entorno, ya no es relevante su destrucción. Pareciera que este desinterés por nuestro ambiente es algo generalizado y en constante aumento, pero en los últimos años ha surgido una renovada fascinación por comprender nuestro entorno más cercano. Con este ímpetu, las agrupaciones de estudiantes y juntas de vecinos se reúnen para proteger sus bosques y humedales. Diversos grupos ciudadanos, organizados a través de las redes digitales, realizan caminatas para identificar la flora y fauna locales. El arte se inspira en relatos de antiguos naturalistas y se desarrolla con referencias a la biodiversidad local. Incluso la recolección de hongos y frutos del bosque, práctica habitual en el campo, cobra nueva relevancia para quienes poco y nada sabíamos del changle, loyo, maqui o murtilla. Emerge entonces un tejido social articulado por su anhelo, por sentirse parte de un paisaje colectivo. Si bien aún pequeño, esto refleja un movimiento del que nosotros, los autores, nos reconocemos parte. Por ello, proponemos una forma distinta de pensar y relacionarnos con el paisaje, de recuperar el arraigo al lugar donde vivimos. Recordar su historia nos sitúa en nuestro territorio, donde nos reconocemos locales.

En nuestro caso, oriundos del valle de la Mocha y habitantes de la ribera del Biobío, antigua frontera entre mapuches y españoles. En este antiguo lugar salimos a caminar, equipados con lupas, binoculares y libros, en búsqueda de nuevas oportunidades de diálogo con la historia del paisaje, cargada de desastres naturales, reinvenciones biológicas y de batallas y amores entre especies.

©Manuela Montero

Somos exploradores de los cerros que hay justo en medio de la ciudad, remontamos esteros detrás de nuestras casas y nos internamos en angostos santuarios que discurren entre plantaciones de pino. Realizamos cartografías del desastre, recorriendo parches minúsculos de bosque nativo, donde aún prolifera la vida de otros. Buscamos la huella del pudú, seguimos el canto del chucao. En una quebrada cubierta de nalcas y helechos; oímos el silencio, súbitamente quebrado por el trino de un ave, nos movemos y la hojarasca amortigua los pies, tomamos una hoja de boldo entre nuestros dedos, la restregamos, y su aroma inunda nuestros sentidos. Estas sensaciones alimentan el espíritu de una floreciente cultura de jóvenes naturalistas, quienes caminamos deliberadamente lento y con la atención dirigida a nuestro alrededor. Así, inmersos en un lugar donde no somos “el único habitante”, descubrimos que nuestra casa no termina en los límites de la ventana, sino que se extiende y configura un paisaje lleno de otros seres, un paisaje que tiene la memoria grabada en sus lomas y vertientes.

La historia de este paisaje está más escrita por otras cosas que por nosotros, y es solo atisbada en los antiguos mitos originarios, o por arqueólogos y estudiosos del pasado. Esta historia está repleta de otras vidas. Cómo cuidar de ellas, que no sea simplemente decirle a la gente que vaya a dar un paseo al bosque, ni tampoco abrazar un árbol para alinear su energía con algún dios cósmico; caricaturas que encarnan los peligros del mero consumo de la naturaleza. El afán de control existe y persistirá durante mucho tiempo, sería pecar de inocentes el pensar que una caminata puede detener en seco procesos que superan con creces nuestro campo de acción y de los cuales nosotros mismos somos parte, enfundados en ropas plásticas que nos protegen del frío, utilizando instrumentos que fueron producidos por la misma industria que destruye lo que nos importa. Pero eso no nos detiene.

Como vimos, el paisaje es una construcción cultural, la forma en que lo pensamos también determina en gran parte cómo lo modificamos. Un primer paso, es reconocer que el paisaje no es nuestra propiedad, somos parte de él y no estamos solos. Convivimos con muchas otras especies: perros, zorros, aves, pumas, gatos, árboles, peces, insectos; miríada de criaturas a las cuales afectamos y nos afectan. Al reconocer su existencia, y el valor intrínseco que en ella radica, eventualmente hemos de cambiar cómo nos relacionamos con ellas. El buen futuro que queremos, y por el cual caminamos, es un paisaje que acoja la diversidad de criaturas con las que cohabitamos.

Referencias:

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Editorial Planeta/Ariel.

Cooperrider, K., Slotta, J., & Núñez, R. (2016). Uphill and downhill in a flat world: The conceptual
topography of the Yupno house. Cognitive Science.

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Otero, L. (2006). La huella del fuego. Santiago: Pehuén editores.

Sauer, C. (1925). The Morphology of Landscape. University of California Publications in Geography,
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Imagen de portada: ©Manuela Montero