Caleta Tortel está ubicado en el corazón de la Patagonia occidental. Es un sitio de difícil acceso, porque se encuentra en el punto medio entre Campo de Hielo Patagónico norte y el sur, puerta de entrada a un laberinto de fiordos y pasos imposibles de navegación que separan la región de Aysén con la de Magallanes.
A primera vista, cuesta imaginar cómo un grupo de antiguos decidieron mudarse a un lugar donde el frío, la lluvia y la escasez de alimentos era lo común. “Siempre le pregunté a mis papás por qué se vinieron a este pueblo donde no había nada, donde era imposible cultivar o tener animales. Pero ellos querían eso: estar lejos y tener su propio campo”, dice Martiza Reyes, dueña del restaurante “Sabores locales” e hija de pobladores que bajaron por el Baker en un trayecto a caballo y a remo que los trajo de la pampa a una agreste bahía selvática donde nació el pueblo de las pasarelas de ciprés.
Sus habitantes, por lo general, guardan un rostro severo, presencia desconfiada y voz que denota cansancio. Al escuchar esas historias, no es difícil imaginar lo complejo que fue inventar una vida en un lugar donde la lluvia es interminable y el aislamiento genera monstruos. Pero no todo era tierra yerma en este lugar. Las islas y fiordos de Tortel estaban saturados de bosques vírgenes del preciado ciprés de las Guaitecas. Para los antiguos, la extracción y venta de esa madera significó un futuro promisorio que les permitiría independizarse del trabajo en estancias ovejeras, donde muchos se habían cansado de ejercer como peones para patrones argentinos.
Además de la búsqueda de la independencia y la autosuficiencia, la promesa de irse lejos también trajo otras consecuencias: falta de medicina e imposibilidad de acceder a servicios de salud en forma expedita. Para los pobladores y sobre todo las mujeres, criar hijos en esas condiciones significó un esfuerzo sobrehumano que las obligó a conocer el bosque y aprovechar todo lo que se encontrara entre las plantas. Desde la madera que aserreaban a pulso con serrucho hasta las hierbas que tenían poderosas propiedades medicinales. Fueron las primeras sanadoras de Caleta Tortel.
Ingenio y Naturaleza
Hortencia Escobar es quizás la sanadora más reconocida entre los habitantes de Caleta Tortel. Desde su pequeña y sencilla casa de madera que mira hacia la bahía, ceba otro mate mientras cuenta cómo aprendió el oficio de sanar con hierbas.
“Fue cuando tuve a mis hijos. Vivíamos en el lago Vargas, lejos de todo y los niños se enfermaban. Desde ahí me demoraba tres días para llegar a la posta. Entonces, ¿qué hacía sin medicamentos? Esa necesidad me hizo crear algo, recordar cosas que mi madre hacía conmigo. Si el niño tiene fiebre, clara de huevo con apio, para la hemorragia de la mujer, cáscara de pollo recién nacido con pepa de zapallo y un trozo de ladrillo; para el dolor de ovarios, infusión de altamiza…”, explica ella con naturalidad, con esa sabiduría atávica que se transmite por generaciones a lo largo de los años, de mujer a mujer, de abuela a nieta, de vecina a hermana, y así, de formas eternas.
Las cosas cambiaron para Hortencia cuando se separó y tuvo que irse a caballo hasta Tortel con sus cuatro hijos a cuestas, para que tuvieran acceso a la educación. Esa dificultad hizo que su aprendizaje con las plantas se expandiera. Ya había sanado a su segundo hijo de “empacho”, una enfermedad popular a lo largo de todo Chile pero que es más conocida en zonas rurales.
Quebrar el empacho. Esa enfermedad investigada principalmente desde la cultura popular, no validada en la medicina convencional, la RAE la define como una “indigestión de la comida”. Pero las sanadoras de Tortel creen que los médicos no saben sanar realmente ese mal. Que lo empeoran con remedios sintéticos y que solo se sana si se “quiebra”.
Ella lo explica así: “El niño se empacha por comer mucho chicle o Milo en polvo, aunque también puede ser con tierra. Eso se le queda pegado en la boca del estómago y se forma una bola que crece como un mate. Es peligroso, porque los niños dejan de comer, se debilitan, se les ponen los ojos amarillos y los labios secos.”
Para el tratamiento ella arma una botella con “yuyos” como pasto serrucho, yerbabuena orocoipo, paico, semillas de mastuerzo. Pero antes, hace lo siguiente: “El niño se pone de espaldas, desnudo, se le soba con ceniza el huesito de la cola hasta que afloja y se le tira tres veces el cuerito de la espalda para arriba. A la tercera, suena como quien quiebra un palo. Si suena es porque sanó y el niño bota todo lo que se le ha pegado en el estómago”. Así curó de empacho a prácticamente todos los niños de Caleta Tortel.
Arreglador de huesos
Aroldo Cárdenas es otro sanador que quiebra el empacho, pero el oficio por el que más lo respetan sus vecinos es por ser arreglador de huesos. Tiene más de 70 años, trabaja en la municipalidad y por las tardes sana pacientes en su casa. Él no cobra por ese trabajo y muchas veces de la misma posta los médicos acuden a él para que lo ayuden.
“Yo siempre fui sanador porque mi mamá era partera y curandera. Para todos lados salía a atender partos y a mí me mandaba a buscar yuyos. Porque antes ¿adónde iba a ir uno al médico? En ese tiempo todo era a caballo. Tenías que andar días para conseguir un remedio”, cuenta Aroldo Cárdenas, sentado junto a la ventana de su casa mientras enciende otro cigarro.
Por lo general, sus pacientes son vecinos pero también hay personas de Coyhaique (a dos días de viaje en auto) que llegan a arreglarse con él. “Yo aprendí de un viejo chilote que me enseñó con animales y después con cristianos. Pero hay que ser hereje, me decía, no hay que tenerle lástima al dolor, porque el dolor es para que duela. Si no, no sirve”.
Varios lugareños han sido testigos de cómo Hortencia Escobar, Aroldo Cárdenas y otros sanadores ya fallecidos se han sanado con esas manos mágicas. Una de ella es Valeria Landeros, dueña de la hostal “Brisas del Sur” en el sector de Playa Ancha de Caleta Tortel. “Yo creo que es la fe y el cómo lo hacen. Porque no es lo mismo saber y hacerlo uno que tener el don. Les he llevado mis dos nietas chiquititas, enfermas de empachadas, pálidas de amarillas, días sin comer, y en el momento en que les hizo remedio las chicas se sanaron”, relata Valeria Landeros.
Con esa férrea convicción, Aroldo Cárdenas palpa fracturas y sacaduras, y como buen arreglador vuelve a poner los huesos en el lugar que corresponden, muchas veces obligado a sujetar con sogas a sus pacientes para que no lo golpeen ante los gritos y llantos de dolor, luego de emoción al verse sanados.
Entonces, prepara una “vilma”, un trapo humedecido con una mezcla de huevo crudo y hollín de cocina que se envuelve con un par de tablillas en la parte dañada. Eso es todo. “Cuando la vilma se suelta, unos 8 días después, es porque el hueso está soldado. Ahí ya se sanó”, explica él sin más rodeos, hombre que ha recibido a personas con fracturas expuestas por patadas de caballo, tobillos torcidos de niños, cortes profundos por la motosierra. Sus manos guardan ese milagroso don que es resultado de una sabiduría profunda entre el cuerpo y la naturaleza.
La precursora
Hasta hace pocos años hubo una persona conocida en Caleta Tortel como la “abuelita Ángela” que enseñó a muchas mujeres a tratarse con las plantas. Daba remedios para todo, también quitaba males, pero ella se preocupó de instruir a hijas, sobrinas y vecinas en la compleja y poco hablada medicina de la mujer.
“Para el susto, una flor de rosa blanca por las noches con ralladura de piedra de guanaco, así las mamás duermen bien cuando tienen a las guaguas recién nacidas y quedan espirituadas”, cuenta Valeria Landeros. “Y mire cómo son las cosas. La abuelita Ángela daba cáscaras de huevo, pero eran las cascaritas de los pollos recién nacidos que ponía a hervir y se las daba para que no quedara nada en la matriz. Y un día me dijo: Hija, cuando seas grande y tengas guaguas, guarda esas cascaritas, y guárdalas muy bien, porque en este lugar tendrás a tus hijos en la casa, y con esto vas a botar todo lo malo.”, recuerda ella.
A veces, las sanaciones iban acompañadas de un rezo o una oración. “Ella tenía un rosario, cantaba y ponía sus manos, le pedía a Dios y a las fuerzas del universo que la ayudaran a sanar a la persona. Me acuerdo que mi hermano Luis lloraba mucho cuando era guagua, y la abuelita Ángela lo palpó y dijo que tenía una hernia en el estómago. Entonces nos mandó a buscar un árbol, pero tenía que ser el más bonito que encontráramos, y ahí en el bosque vimos un canelo grande, pusimos el pie de mi hermanito, cortamos la corteza del tronco con el contorno del pie y sacamos la costra del canelo, que quedó con la forma del pie de mi hermano. Con las semanas, la herida del árbol se sanó y la hernia de mi hermano también desapareció. Es que esa viejita era muy buena, muy capa. Ella sabía mucho.”
Proteger un secreto
A tres horas de Caleta Tortel, por la carretera de ripio hacia el norte, está la ciudad de Cochrane. Ahí vive Mercedes Muñoz, de 81 años, madre de la sanadora Hortencia Escobar. Mercedes no sabe leer ni escribir y ha sanado hombres, mujeres y niños a lo largo de toda la Patagonia chilena y también la argentina. En su cocina a leña se secan las hierbas recién cosechadas que almacenará para su farmacia de invierno. Todavía hace remedios, cuenta, y entre ellos, atesora otros elementos menos convencionales para sus infusiones: agua de las Carmelitas, buche de avestruz, piedra de guanaco (una especie de cálculo vegetal que se forma en algunos camélidos por comer minerales), nuez moscada, una barra de azufre.
Sin embargo, esa tarde cuenta que hay un elemento que necesita para completar su alquimia: el corazón de un cóndor. “Sirve para el susto, el corazón y la pena. Hoy mucha gente lo pide. Más que antes. Un caballero en Argentina lo cazaba y me traía el corazón del cóndor, porque yo lo seco y rallo un poquito para la infusión, para la gente que está asustada. Pero ahora es muy difícil de encontrar”, explica, con la mirada levemente perdida en la ventana, hacia los álamos que rodean su sencillo rancho a orillas del río Cochrane.
Y tras unos minutos de silencio, habla: “Ahora, anote esto y después me lee. Si estos remedios no se escriben, todos se van a olvidar”.