Por Daniela Concha y Bastián Gygli
El impacto humano en el entorno es innegable. Desde la revolución industrial, lo que ha imperado es una lógica de crecimiento material desmedido. Esto ha producido una creciente demanda de la extracción de componentes del ambiente para alimentar este frenético ritmo. Hoy se necesita más madera, más combustible, más agua, más mineral, más roca. Por años todas estas demandas aumentaron sin que nadie lo cuestionara. No es hasta sino recientemente que como humanidad hemos comenzado a replantearnos esta lógica. La conclusión es lamentable: el ecosistema planetario está herido gravemente debido a nuestro actuar.
Existen múltiples pruebas de esto. En los últimos 200 años, las temperaturas globales han aumentado en 1,5° C (IPCC, 2019). Cada minuto el mundo pierde un campo de fútbol de bosques nativos (Achard et al., 2002; Worldwatch, 2008). Fenómenos climáticos extremos, como tsunamis, huracanes y grandes incendios son cada día más comunes e impredecibles. Pero incluso sin la necesidad de toda esta data técnica que los científicos llevan años desarrollando, es fácil mirar a nuestro alrededor y darnos cuenta de la devastación. Los ríos han perdido sus cauces y la ciudad crece sin control, arrasando espacios donde antes anidaban las aves. El panorama es gris, pero el cuestionamiento humano es una chispa movilizadora y llegó para quedarse. Como muchos no podemos conformarnos solo con filosofar, hemos empezado a actuar. Miles de personas alrededor del mundo están en busca de la regeneración de los ciclos de la naturaleza, aprendiendo de sus procesos y tratando de ayudar a restaurar estos espacios de vida. La tarea es titánica. Reconstruir es mucho más difícil que desarmar, pero en conjunto con la naturaleza es posible.
La restauración hacia ecosistemas sanos
Si observamos la naturaleza en aquellos espacios salvajes, donde la intervención humana es baja, vemos que se mantiene un ecosistema balanceado. Hay sequías, por ejemplo, pero los bosques, adaptados en el tiempo a tal clima, están preparados para resguardar el agua. El suelo es rocoso, pero las plantas nativas han desarrollado raíces poderosas capaces de penetrarlas. Estos sistemas son las referencias más directas de ecosistemas funcionales y resilientes, que son aquellos que pueden permanecer en el tiempo y responder de buena manera a los cambios del entorno, sin perder su identidad. Son estos sistemas los que también nos regalan un mayor número de bondades (o lo que muchos conocen como servicios ecosistémicos), por lo que la calidad de nuestra vida humana depende de la calidad de ellos también.
Lamentablemente, muchos de estos ecosistemas se están degradando y la recuperación puede ser lenta o casi imposible. Los ecólogos llaman al proceso de desarrollo de un ecosistema en el tiempo como sucesión ecológica, la que puede tomar varias décadas o siglos. Más aún, bajo las condiciones ambientales actuales y las presiones de uso que ejercen las sociedades, muchos ecosistemas tomarán nuevas trayectorias de sucesión ecológica que probablemente resulten en un ecosistema menos diverso o que nos regale menos bondades. ¿Qué pasa si perdemos esa herbácea clave que era el primer eslabón en el camino a un bosque nativo esclerófilo en la zona centro del país? ¿Y si ahora es alimento para los conejos introducidos? ¿O si tal vez los agrotóxicos de la industria agraria ya no permiten su desarrollo? Es difícil determinar aún si la funcionalidad de una especie en un ecosistema puede ser fácilmente sustituida o no por otras especies, lo cual se dificulta aún más si perdemos la biodiversidad de los mismos.
Ante esta urgencia es que la práctica de la restauración surge como una acción humana para ayudar en el proceso de sucesión ecológica, y poder recuperar la integridad ecológica de los ecosistemas.
Para la Sociedad de Restauración Ecológica (SER por sus siglas en inglés), “la restauración ecológica tiene como objetivo llevar un ecosistema degradado a una trayectoria de recuperación, que permita la adaptación a los cambios locales y globales, así como la persistencia y evolución de sus especies componentes” (SER, 2019, traducción propia). Con esto, recuperar un ecosistema no significa necesariamente volverlo a su estado original o antiguo, sino a un estado sano y resiliente, que nos regale las bondades para afrontar los desafíos del futuro.
Restauración de los bosques
Uno de los varios indicadores de la degradación ecosistémica es el cambio climático. Este ocurre en todo el mundo y debido a su enorme impacto se ha estudiado exhaustivamente. Uno de los procesos que se puede asociar más directamente a los cambios es la tasa de carbono atmosférico, que se asocia directamente al aumento del efecto invernadero y por ende al incremento de las temperaturas globales.
En la regulación del CO2 en la atmósfera, los organismos fotosintéticos tienen un rol primordial, pues son capaces de tomar este gas de la atmósfera y encapsularlo en sus estructuras. En este proceso destaca la importancia del plankton marino (pueden revisar la edición escrita número 5 de Endémico para más información) y los bosques. Estos últimos, encargados de aproximadamente la mitad de la captación de carbono en el planeta (Nijnik M., 2010; DEFRA, 2002).
Si hubiese más cobertura boscosa se podría enlentecer el aumento de temperatura que está sufriendo el planeta. Con 24 millones de hectáreas de bosques cada año, desde ahora al 2030, podríamos almacenar un cuarto del carbono atmosférico, lo que se traduciría en limitar el calentamiento global a 1,5°C sobre los valores pre-industriales (Lewis et al., 2019). Lograrlo sería un avance importante en la búsqueda de recuperar la armonía ecológica planetaria, aunque claramente es solo uno de los múltiples frentes para combatir la crisis ambiental.
Esto ha impulsado a lo largo del tiempo diversos acuerdos internacionales proponiendo metas para aumentar la cobertura boscosa, tales como el Plan Estratégico para la Diversidad Biológica 2011-2020, el Desafío de Bonn (2011), la Declaración de Nueva York sobre los Bosques de la Cumbre de las Naciones Unidas (2014), los ODS (2015) y el Acuerdo de París de la COP21 (2015).
Luego de casi 10 años del lanzamiento del desafío de Bonn, que busca la restauración de 150 millones de hectáreas de bosques degradados y deforestados para el 2020 y 350 millones de hectáreas para el 2030, un estudio (Lewis et al., 2019) examinó de cerca estos compromisos. Casi la mitad de la superficie comprometida para “restauración” está destinada a plantaciones forestales (45%). Las otras dos estrategias utilizadas son dejar suelos agrícolas degradados y abandonados a que se conviertan en bosques naturales (34%), o convertirlos en suelos agroforestales (21%).
Esta información deja al descubierto que los gobiernos e instituciones trabajando en políticas públicas están mal entendiendo el concepto de “restauración de bosques”, o que simple y llanamente no lo quieren entender para proteger otros intereses. Las evidencias son claras en que las plantaciones forestales tienen mucha menor capacidad para almacenar carbono que los bosques naturales, principalmente porque la cosecha forestal libera el CO2 almacenado cada 10 a 20 años. Por el contrario, los bosques naturales continúan secuestrando carbono por muchos años más (Berry et al., 2010). Además, las plantaciones forestales conllevan múltiples otros problemas, como el riesgo de incendios (para más información de esto leer el artículo de Endémico https://endemico.org/actualidad/incendios-y-modelo-forestal-chileno/).
Solo algunos casos particulares, como Costa Rica, han logrado aumentar sus áreas de bosques naturales, en este caso asociado directamente a un modelo basado en el turismo y la conservación como motor económico principal del país. Allí, los privados son subvencionados por el Estado para mantener sus predios con vegetación nativa, los que funcionan como corredores biológicos entre los múltiples parques nacionales. Muchos de estos propietarios terminan transformándose en emprendedores turísticos, debido a las facilidades que brinda el Estado. Estas medidas, unidas a otras, como la abolición del ejército, han sido un real éxito en el desarrollo económico del país.
La reforestación como la medida más promocionada para mitigar los efectos del cambio climático tiene por su parte una gran desventaja: cuantificar y destacar solamente su aporte en la captura de carbono, sin prestar atención al resto de las bondades que la naturaleza ofrece para el equilibrio de la vida, incluyendo la humana.
En un estudio publicado por el Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)2 de la Universidad de Chile (Alvarez-Garreton et al., 2019), calcularon que si se reemplazan 100 mil hectáreas de pastizales y matorrales por monocultivos de plantaciones forestales, habría una disminución promedio de un 45% en la disponibilidad hídrica en la zona centro sur del país. Es decir, podríamos estar capturando carbono y cumpliendo nuestros compromisos internacionales, mientras desabastecemos de agua a una buena parte del país.
Existe además un valor intrínseco en la naturaleza, que escapa a las meras utilidades que le damos. El balance emocional y espiritual de las personas está asociado a la presencia de ecosistemas sanos en su entorno.
Todo esto debería ser considerado a la hora de definir las estrategias a utilizar, así como las metas planteadas, tanto a nivel internacional como en proyectos locales, y evitar caer en falsas soluciones.
En tanto, Chile presentó ante las Naciones Unidas este 9 de abril, una actualización de sus NDC (sigla en inglés de las “contribuciones determinadas a nivel nacional”), en la que compromete el “manejo sustentable y recuperación de 200.000 hectáreas de bosques nativos al año 2030”, y “forestar 200.000 hectáreas de bosques, de las cuales al menos 100.000 hectáreas corresponden a cubierta forestal permanente, con al menos 70.000 hectáreas con especies nativas” (Ministerio del Medio Ambiente, 2020). Con lo apremiante de nuestra situación ambiental, es de esperar que por fin estos acuerdos dejen de ser compromisos en el papel y se transformen en realidades tangibles, llevadas a cabo con responsabilidad y entendimiento ecológico.
Experiencias para y con las comunidades
Debido al enorme desafío que representa lograr una restauración ecológica, no hay duda que integrar a la comunidad local es el camino más efectivo para llegar a buen puerto. Además, cuando las herramientas teóricas y el conocimiento situado se cruzan y entremezclan, nutren no solo el suelo y la vegetación que puede emerger de ahí, sino también las relaciones humanas y los vínculos entre humanos y el resto de los seres vivos. Este tipo de experiencias son las que la restauración ecológica comunitaria o participativa tratan de impulsar, donde el diálogo y la práctica son clave. Aún más importante para gatillar estos procesos son el tiempo, la participación voluntaria, y por sobre todo, cultivar la relación -respeto, confianza y afectos- entre aquellos que llegan a restaurar y quienes viven allí (Cano y Zamudio, 2006).
Hoy en día muchos de los territorios degradados, sobre todo en Latinoamérica, se encuentran dentro de tierras agrícolas o de pastoreo, o adyacente a ellas. Es en estos lugares, donde viven campesinos y campesinas, donde hay que prestar mayor atención al diálogo y la participación. Es muy fácil caer en el vicio de imponer la visión romántica del bosque prístino, pero esto tampoco es una solución a largo plazo. No se puede desplazar totalmente la forma de vida de las personas que habitan ese lugar, quienes serán los responsables de seguir manteniendo una relación armoniosa con los nuevos paisajes restaurados. Por esto es preferible proyectar un uso múltiple (también llamado mosaico de la tierra), de manera de complementar y no desplazar los usos de la tierra ni el patrimonio cultural de la agricultura campesina. En esta complementariedad, un paisaje biodiverso aumenta la productividad biológica para el beneficio de las familias campesinas y mejora la salud del ecosistema.
Recientemente y siguiendo estos conceptos se han dado algunas experiencias valiosas en la región del Biobío. Una de ellas nace como parte de un gran programa de Restauración Ecológica para el Ecosistema Cayumanque, donde diversos sectores de las comunas de Quillón, Ránquil y Florida fueron intervenidos en jornadas de restauración comunitaria, en las que familias campesinas, vecinos y vecinas, voluntarios y voluntarias, pudieron conocer y re-conocer su territorio, e iniciar un proceso de recuperación del ecosistema nativo, con miras también a complementar y aumentar su productividad agrícola.
Como parte del proceso se realizaron también distintas actividades para aprender sobre la biodiversidad nativa. Reconocer estos ecosistemas como referencias para guiar la restauración fue vital, así como entender las dinámicas sucesionales o de crecimiento de los bosques en estas latitudes, donde predomina la expansión por nucleación. Esto significa que las especies arbóreas crecen en un principio asociadas a aglomeraciones de vegetación, los cuales les proveen de sombra, humedad y nutrientes.
Así, cuando se tuvieron que plantar árboles o arbustos, no se plantaron en hileras sino agrupados en núcleos. También se comprendió que plantar no es lo único que podemos hacer. Para llevar un ecosistema degradado a una trayectoria de recuperación, se puede partir con acciones más sencillas y menos costosas que plantar árboles. Por ejemplo, se puede favorecer la regeneración natural (o restauración pasiva) tan solo cercando un terreno al que entra el ganado a comer los rebrotes del nativo, protegiendo los rebrotes, recolectando semillas para después sembrar o viverizar, o instalando “perchas” para que las aves se posen y defequen semillas en ese lugar (efecto que se puede ver en las cercas de los campos).
Muchas de estas estrategias e ideas provienen de experiencias de restauración en otros lugares, pero a la hora de aplicarlas nos encontramos con el desafío de adaptarlas a la realidad de nuestros ecosistemas y comunidades. ¿Qué árboles son los más delicados? ¿cuáles especies se pueden distribuir pasivamente? Para esto, las experiencias tanto de científicos como de miembros de la comunidad son clave para definir en conjunto y de manera orgánica la estrategia de restauración.
Aunque aún haya que esperar algunos años para ver los resultados, cada vez se nutre más el proceso. Tal como los árboles plantados, nuestros saberes sobre los ecosistemas crecen, en una retroalimentación positiva que solo nos motiva a seguir adelante. Finalmente, en este tipo de experiencias lo que importa no es solo el número de árboles plantados ni reportar con grandes cifras a los compromisos internacionales, sino también el impacto a escala humana. Desde una perspectiva cualitativa, durante estas jornadas se perciben los ánimos, las expresiones, las risas, los abrazos y un sinfín de respuestas, que revelan el impacto positivo de la actividad en las personas. Quienes cuentan con la mayor experiencia se sienten escuchadas y respetadas por sus saberes. Se forman espacios de encuentro y compartir. Todas estos aspectos son vitales para la salud del ecosistema, pues cabe recordar que el éxito de cualquier intervención de restauración va a depender de cómo se mantiene en el tiempo, y esto depende exclusivamente del cuidado y protección de las comunidades. Por esto, comunidades conscientes y orgullosas de lo que protegen, podrán cuidar y potenciar la restauración de muchas más hectáreas, y como no, estimular la restauración de los vínculos que hemos perdido con la naturaleza.
Sobre los Autores
Daniela Concha es Facilitadora de proyectos y experiencias para la transformación de las realidades socioecológicas de nuestros territorios. También es Directora Ejecutiva de Fundación El Árbol.
Bastián Gygli es colaborador de Endémico. Estudioso de la naturaleza que a través de la fotografía, los libros y el turismo busca compartir sus regalos. También maneja la instancia de naturaleza Montaraz.
Referencias
Achard, F; Eva, H. D.; Stibig, H. J.; Mayaux, P; Gallego, J; Richards, T; Malingreau, J. P. (2002). “Determination of deforestation rates of the world’s humid tropical forests”. Science. 297 (5583): 999–1003.
Alvarez-Garreton, C., Lara, A., Boisier, J. P., & Galleguillos, M. 2019. The Impacts of Native Forests and Forest Plantation on Water Supply in Chile. Forests, 10(6), 473.
Berry et al. (2010) Green carbon: the role of natural forests in carbon storage. Part 2. Biomass carbon stocks in the Great Western Woodlands. ANU Press.
Cano, I. J., Zamudio, N. y Vargas, O. (Eds.). (2006). Recuperar lo nuestro. Una experiencia de restauración ecológica con participación comunitaria en predios del Embalse de Chisacá, localidad de Usme, Bogotá, D.C. Bogotá: Editorial Gente Nueva.
DEFRA, Climate Change: Draft UK Programme, Sections 1–4, Annex G:Carbon Sequestration, London, 2002.
IPCC, 2019: IPCC Special Report on the Ocean and Cryosphere in a Changing Climate [H.-O. Pörtner, D.C. Roberts, V. Masson-Delmotte, P. Zhai, M. Tignor, E. Poloczanska, K. Mintenbeck, A. Alegría, M. Nicolai, A. Okem, J. Petzold, B. Rama, N.M. Weyer (eds.)].
Mola I,Torre R,Magro S,Álvarez D,Torres I,Sopeña A,Troitiño S,Pérez V,Ortega s,Pons B,Maldonado J,Berrocal M,Vela M YMaya R. 2019.Guía Práctica de Restauración Ecológica.
Nijnik M., 2010. Carbon capture and storage in forests. Research Gate
Worldwatch: Wood Production and Deforestation Increase & Recent Content Archived 25 October 2008 at the Wayback Machine, Worldwatch Institute