Nothofagus: el falso roble y la descolonización de las plantas

“Cuando Cortés desembarcó, subió a su caballo y un representante le indicó el nombre con que debía llamar al lugar para hacerlo seguro. Le recomendó nunca desmontar antes de renombrar los lugares. De ahí en adelante, cada sitio conquistado era rápidamente renombrado con un “conjuro-llave” codificado tras un nombre cristiano, operación que anulaba la energía opositora y encarcelaba entre las letras al numen protector del lugar. De esa manera avanzaban con seguridad por terrenos incapaces de defenderse. El rito de conquista avanzaba como una infección.”

La conquista mágica de América, Jorge Baradit.

Reflejo de árbol en el río Heinahue. © Yael Berkowitz.

Las palabras tienen el maravilloso poder de crear mundos y realidades. Por ello, es clave que el término “colonialismo” finalmente haya sido mencionado por el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático. El sexto informe de evaluación del IPCC enumeró el colonialismo no solo como un impulsor de la crisis climática, sino también como un proceso continuo que está exacerbando la vulnerabilidad climática en las comunidades de todo el mundo. Con el uso de este término, somos testigos de que las instituciones científicas comienzan a reconocer la decolonización como un proceso clave en la respuesta global a la crisis climática.

Si profundizamos en las perspectivas decoloniales, podemos encontrar herramientas para regenerar las ecologías que habitamos en este dañado planeta. En el relato de Jorge Baradit citado inicialmente, el conquistador español Hernán Cortés designa las tierras del “Nuevo Mundo” con nombres cristianos. Borrar nombres indígenas con nombres propios de la lengua colonizadora es una forma de negar la cultura y saberes de los habitantes locales; es un acto de violencia epistémica. En palabras de la filósofa de arte colonial Daniela Bleichmar: “el enfoque estándar europeo de reemplazar los nombres indígenas [es] una forma simbólica de tomar posesión” (2017, p. 35).

Borrar nombres indígenas con nombres propios de la lengua colonizadora es una forma de negar la cultura y saberes de los habitantes locales; es un acto de violencia epistémica.

La palabra “colonial” deriva del latín colere cuyo significado es “cultivar la tierra” y, por lo tanto, lingüísticamente se refiere a la idea de que las áreas y las personas que supuestamente no tienen historia ni cultura deben ser civilizadas y cultivadas (Gramlich y Kray, 2020). En este sentido, el nombre opera en el campo discursivo, y como tal es capaz de crear una narrativa, un conjunto de “verdades” que son la base de la epistemología científica actual. A modo de ejemplo: la suplantación de los nombres vernáculos de las plantas americanas por nombres de plantas europeas parecidas, muestra cómo las formas de práctica que ahora damos por sentadas son, de hecho, parte integral del proceso de dominación europea de los sistemas de conocimiento global.

Los naturalistas clasificaron y ordenaron las naturalezas de los territorios colonizados, despojando a las especies de sus contextos. Así, suplantaron los nombres vernáculos de las plantas americanas por nombres de plantas europeas parecidas. En la imagen se puede ver un roble europeo de la familia de las Fagaceae. © Sylva Britannica, or Portraits of Forest Trees.

En el contexto de la conquista colonial, los naturalistas clasificaron y ordenaron las naturalezas de los territorios colonizados, despojaron a las especies de sus contextos y las colocaron dentro de un sistema de clasificación universal. Una de las obras naturalistas más conocidas es precisamente el Systema Naturae del sueco Carl Linnaeus, cuyo propósito era categorizar todas las formas de vida conocidas en el planeta, basándose en una clasificación racional inventada por los naturalistas: principalmente hombres, blancos y occidentales. En los albores de la ecología como campo de estudio, se ignoró el conocimiento ecológico local de las comunidades no occidentales. Al reconocer esto, podemos comenzar a rastrear cómo la investigación eurocéntrica ha marginado a las especies, comunidades, el conocimiento ecológico tradicional y las ontologías pluriversales sobre la Tierra.

Mapuche Kimün

En el extremo austral de América, al sur del río Biobío, esparcidos por vastas superficies de tierras desertificadas por la agricultura intensiva y los monocultivos de pino y eucalipto, se pueden encontrar comunidades sobrevivientes al margen del capitalismo; caóticos y coloridos parches de bosque nativo que representan un símbolo de resistencia a la colonización epistémica occidental. Este lugar es el Wallmapu: territorio ancestral del pueblo mapuche desde tiempos inmemoriales.

La palabra mapuche para bosque en el monte es mawiza. En la imagen un bosque de Nothofagus. © Yael Berkowitz.

La palabra mapuche para bosque en el monte es mawiza. El antropólogo Wladimir Riquelme Maulén dice que mawiza no solo se refiere a bosque, sino que también concibe la integración entre árboles, suelo, aire, agua, plantas y animales. Para esta cultura el bosque es un actor fundamental que provee y posibilita todas las formas de vida. Sin embargo, durante décadas la tala del bosque y el monocultivo de solo dos tipos de árboles introducidos –pino y eucalipto– ha sido financiada por el gobierno chileno como una forma de potenciar el extractivismo.

En este contexto, la visión económica occidental no logra distinguir entre plantaciones de monocultivo y bosques. La primera, corresponde a una especie plantada uniformemente en la que todos los individuos son de la misma edad, clones del mismo árbol y sirven como cuerpos de celulosa esclavizados. En contraste con un bosque, una comunidad de varias edades, diversa y resiliente de seres más-que-humanos. Los aspectos económicos, que son un legado de la empresa colonial europea, han prevalecido sobre el valor ecológico y cultural de los bosques. Así, en lugar de tomar el bosque como modelo de sociedad, como sucede en muchas culturas ancestrales que lo habitan, la fábrica se toma como modelo para el bosque (Shiva, 1998).

El falso roble

Los Nothofagus son un género de árboles que forman parte de los bosques nativos del sur. Nothofagus es uno de los grupos clave de angiospermas para dilucidar los patrones evolutivos y migratorios de la biota del hemisferio sur. Se considera que el género se originó en el extremo austral de América del Sur y la Península Antártica. Hoy en día, las especies de la familia Notofagaceous se encuentran principalmente en Australia, Nueva Zelanda, Chile, Argentina, Nueva Guinea y Nueva Caledonia. En territorio chileno, estas especies son conocidas popularmente como robles, ruiles, coihues, lengas, ñirres, raulíes y hualos. Es importante señalar que la familia contiene un solo género, Nothofagus, cuyos miembros se conocen colectivamente como “hayas del sur”, ya que se pensaba que estaban relacionados con las hayas (Fagus sp.) del hemisferio norte, las cuales pertenecen a la familia de las Fagaceas (es decir, hayas y robles). El nombre vernacular más preciso para referirse a este grupo de árboles es “hayas”, sin embargo, en Chile son popularmente conocidos como robles. Por ello, en este texto hacemos uso indistinto de ambos vocablos.

Bosque nativo en la cordillera de los Andes, al sur de Chile. © Bastian Gygli/Montaraz.

El nombre Nothofagus fue acuñado en 1850 por Carl Ludwig Blume y proviene de la conjunción de dos palabras latinas: nothus que significa “falso” y fagus que literalmente hace referencia a los frutos de las fagaceas. Blume se refirió entonces a las “falsos robles”, en contraposición al grupo de árboles del género Fagus que pueblan los bosques de Europa. No fue hasta la década de 1990 que se clasificaron como un género hermano dentro de la familia Fagaceae. Reflejando la perspectiva colonial:

“Lo que el Conquistador observa le recuerda a la haya (Fagus sylvatica), el fagus verdadero, si se quiere. Lo que tiene ante sus ojos no puede aspirar sino a ser un nothofagus, una falsa haya según lo denota el prefijo latín. Se trata de una imagen construida desde fuera y por negación: son árboles americanos que semejan las hayas europeas pero que no lo son. El verbo del español, como lo subraya Krotz (2004), se torna impotente frente a una naturaleza que lo desborda” (Skewes y Guerra, 2015, p. 198).

Los árboles, como cualquier otro ser vivo, tejen relaciones con otros seres. Descolonizar el conocimiento es, entre otras cosas, incluir otros saberes, como el de quienes conviven con la especie estudiada, y para ello es importante escuchar y observar no sólo a la especie sino también a su red de relaciones humanas.

Sin embargo, los nombres locales dicen mucho más de lo observado desde la perspectiva colonial. Un muy buen ejemplo es el Nothofagus obliqua, mal conocido como roble. En mapudungún este árbol se llama koyam y tiene diferentes nombres según su edad: cuando es joven y su madera amarillenta se le llama hualle; cuando está maduro y su madera se torna roja se le conoce como pellín. Desde una perspectiva local, las etapas de crecimiento del árbol son importantes, al igual que los humanos cuando pasamos de la niñez a la edad adulta. Los nombres que la gente local le da a la naturaleza son aún más interesantes cuando observamos su compleja semántica. Nothofagus dombeyi es popularmente llamado coigüe. Este nombre proviene del mapudungún y está formado por ko que significa agua y hue cuyo significado es lugar. En este caso el nombre da información sobre el lugar donde crece este árbol, generalmente lugares sombríos y húmedos.

Funeral mapuche con caja mortuoria llamada wampo –canoa de una sola pieza– hecha de Koyam (Nothofagus obliqua). El ritual funerario indígena refería el paso del alma del difunto por las oscuras aguas de la muerte. El árbol se usaba como transporte material-simbólico. © VisiónLatente.

Varios casos como este han ocurrido en Chile, como el llamado alerce (Fitzroya cupresoides) cuyo nombre original es lawán, que además de ser coníferas no tiene nada en común con el alerce europeo (Larix decidua); o el arrayán (Luma apiculata), llamado así por los españoles que vieron semejanzas en sus flores con las del arrayán europeo o mirto (Myrtus communis). Sin embargo, se denomina kollümamül en mapudungún. Los árboles, como cualquier otro ser vivo, tejen relaciones con otros seres. Descolonizar el conocimiento es, entre otras cosas, incluir otros saberes, como el de quienes conviven con la especie estudiada, y para ello es importante escuchar y observar no sólo a la especie sino también a su red de relaciones humanas.

Los árboles, como cualquier otro ser vivo, tejen relaciones con otros seres. © Bastian Gygli/Montaraz.

A fines del siglo XVIII, los botánicos usaron ‘nativo’ como “un concepto general para la biota no cultivada o no domesticada”. El uso del término no se limitó a las plantas: “los encuentros con taxones y pueblos desconocidos en lugares remotos permitieron que las ideas europeas de lo ‘nativo’ fueran aplicadas a lo social y biológico de nuevas maneras” (Chew y Hamilton, 2011, p. 37). Esos “encuentros” generados por el colonialismo no se definieron por la división física entre el Viejo Mundo y el Nuevo Mundo; sino por la geografía del poder colonial.

Prácticas de ecología decolonial

Reconocer el enredo de la ecología como disciplina dentro del colonialismo no puede ser nuestro único paso. Debemos comenzar el trabajo de decolonialidad reconociendo también nuestra propia posición como científicos o investigadores dentro de largas historias de ocupación y colonialismo (en curso). En otras palabras: “si estudiamos solamente lo que los europeos vieron y dijeron, no haremos más que reproducir el monopolio del conocimiento y de la interpretación que la empresa imperial pretendía tener.” (Pratt, 2010, p. 32).

Este mismo artículo, escrito en castellano, una lengua colonizadora, plantea contradicciones al proceso de decolonización de la cual les autores somos intranquilamente conscientes. No existe un manual de descolonización, no es un proceso que se sienta bien, ni que termine en algún momento. Al contrario, y como lo plantea Donna Haraway, requiere “seguir con el problema”, tanto a través de los símbolos, como en nuestros propios cuerpos.

Hojas de lenga (Nothofagus pumilio). © Bastian Gygli/Montaraz.

La descolonización no debe quedar como un proceso únicamente teórico; debe ir acompañada de prácticas específicas. En este caso en particular, planteamos la visibilización de la violencia epistémica que significa suplantar los nombres ancestrales, u otros conocimientos y prácticas locales asociados a las especies con quienes convivimos. Rastrear el significado de las “falsas hayas” resignificando sus nombres en mapudungún, no como un reflejo menor de las hayas europeas, sino como seres más-que-humanos, con ontologías propias, puede permitirnos otorgar un nuevo equilibrio de saberes a injustas asimetrías entre culturas. Este proceso de descolonización o recuperación de conocimiento y la producción del mismo, se puede hacer para miles de otras plantas, animales, lugares e historias.

Cada lugar y grupo de seres tiene un conocimiento legítimo que debe ser considerado como parte del pluriverso que habitamos. Entendiendo que la ciencia trata de unificar para acercarse a la verdad, creemos firmemente que, por el contrario, nuestro enfoque debe ser comprender la complejidad y diversidad de los sistemas de conocimiento que aún existen en esta Tierra.

Rastrear el significado de las “falsas hayas” resignificando sus nombres en mapudungún, no como un reflejo menor de las hayas europeas, sino como seres más-que-humanos, con ontologías propias, puede permitirnos otorgar un nuevo equilibrio de saberes a injustas asimetrías entre culturas.

Bosque caducifolio de Nothofagus en otoño. © Bastian Gygli/Montaraz.

Te invitamos a seguir el proyecto Endémico: “Descolonizar Naturalezas”, presente en todas nuestras redes sociales.

Referencias

Baradit, J. (2003). “La Conquista Mágica de América”. El tercer mundo después del sol. Bogotá: Minotauro.
Bleichmar, D. (2017). Visual voyages, Images of Latin American Nature from Columbus to Darwin. Londres: Yale University Press.
Chew, M. y Hamilton, A. (2010). The Rise and Fall of Biotic Nativeness: A Historical Perspective.
Funes, Y. (2022). “Yes, Colonialism Caused Climate Change, IPCC Reports”. Atmos Magazine.
Gramlich, N. y Kray, L. (2020). “(Post-)Colonialism and the Botanical Garden in Potsdam”.
Haraway, D. (2019). Seguir con el problema: generar parentesco en el Chthuluceno. Traducción no comercial de Helen Torres.
Pratt, M. (2010). Ojos Imperiales, Literatura de Viajes y Transculturación. México: Fondo de Cultura Económica.
Riquelme, W. (2020). “Comunes de la Mawiza. Aproximaciones desde el sistema socioecologico del bosque nativo de Pangupulli”. Hacia una sociología del bosque nativo en Chile. Santiago: Social Ediciones.
Shiva, V. (1998). “Monocultivos (Monoculturas) de la Mente”. La Tragedia del Bosque Chileno. Santiago de Chile: Ocho Libros editores.
Skewes, J. y Guerra, D. (2015). “On Trees and People: The Presence of the Oak (Nothofagus obliqua) in the Andes Mountain Life of the Mapuche People in the Valdivia River Basin”. Atenea 512: 189-210.
Wilhelm de Mösbach, E. (1992). Botánica Indígena de Chile. Santiago, Chile: Editorial Andrés Bello.

Imagen de portada: Bosque otoñal de lengas en parque Karukinka, Tierra del Fuego. © Fernán Federici.