Especial Ecofeminismo: Mujeres en la ciencia

Por mucho tiempo fueron pocas las mujeres que tuvieron acceso al conocimiento y la educación formal. De hecho, su presencia estaba prohibida en las aulas de las primeras universidades, y cuando finalmente fueron aceptadas a partir del siglo XIX en estas instituciones, se encontraron con múltiples trabas a la hora del ejercicio de su profesión, principalmente por el rechazo de sus pares masculinos. Asimismo, no son pocos los casos de científicas que, a pesar de haber contribuido de manera crucial en investigaciones galardonadas con premios Nobel, no fueron reconocidas. Las mujeres dedicadas a la ciencia han sido subestimadas, ignoradas, rechazadas y violentadas, e incluso, aun más grave, se ha utilizado a la misma ciencia, que se supone que nos debe acercar a la verdad, como excusa para este comportamiento al esgrimirse argumentos científicos para ser consideradas seres inferiores.

Existen antecedentes en la historia antigua de mujeres altamente destacadas como alquimistas (María la Judía), matemáticas (Téano de Crotona) o médicas (Peseshet), pero de manera tristemente simbólica el trágico asesinato de Hipatia de Alejandría a manos de una turba de cristianos marca el fin de una era donde las mujeres dedicadas a la investigación sí fueron valoradas1. Hipatia fue la última científica pagana del mundo antiguo. Su muerte coincide con el fin del Imperio Romano y el inicio de la Edad Media, periodo a partir del cual las mujeres que se dedicaban a estas actividades fueron tachadas de brujas, perseguidas y ejecutadas.

Evolución con enfoque de género

Podríamos decir que, en el mundo occidental, existen dos grandes corrientes que explican el origen del ser humano. Una tiene que ver con la creencia religiosa a través del creacionismo; y la otra con la ciencia vía el evolucionismo. Existen varias interpretaciones a estas; sin embargo ambas posturas han planteado que la mujer es inferior al hombre. 

No solo la religión ha afectado el rol de la mujer en la sociedad, sino que la ciencia también ha sido responsable de esto. Así, la célebre “teoría de la evolución de las especies”, propuesta por Charles Darwin, tiene un profundo sesgo sexista. En su libro El origen del hombre (1871), escrito doce años después de El origen de las especies, el naturalista inglés plantea la superioridad del hombre sobre la mujer basada en los roles que habrían cumplido ambos sexos en un escenario prehistórico2

La función del hombre habría sido cazar y proteger a las mujeres y sus crías, lo que suponía una actividad peligrosa y de alta coordinación que habría generado el desarrollo de la inteligencia (del varón, no de la mujer). La mujer habría tenido un rol pasivo en este proceso, el cual habría sido solo reproductivo y doméstico, lo que no requería gran capacidad cognitiva, ya que eran funciones meramente físicas. De esta manera, el hombre habría desarrollado facultades mentales y físicas superiores, mientras que la mujer habría quedado estancada en características propias de una raza inferior, como la intuición y la emocionalidad3.

Así, las personas que vivían en el siglo XIX y que creían firmemente en una jerarquización de los géneros por razones religiosas, ahora lo podían reafirmar con argumentos científicos: las mujeres eran “por naturaleza” inferiores al hombre. Claramente Darwin no inventó este concepto, puesto que la imagen de la mujer ya venía disminuida y él podía observar la discriminacion a las mujeres a su alrededor como algo normal, pero sin duda a través de su teoría este científico expuso esta situación como una “verdad científica” que profundizó y validó aún más las desigualdades entre ambos sexos. 

© @anisestrellada.

La mujer que desafió a Darwin 

La teoría de Darwin, al ser tan revolucionaria para las ciencias naturales en su momento, no estuvo exenta de críticas, pero en general no fue cuestionada por cómo posicionaba a la mujer, sino por otros aspectos. Sin embargo, hubo una mujer contemporánea al naturalista que se atrevió a cuestionar su teoría, específicamente en cuanto a la evolución del ser humano, que planteaba un rol marginal de la mujer en el proceso y, por ende, su inferioridad evolutiva. Como era de esperar, esta respuesta femenina no tuvo mucho eco, pero su coraje y valor la hacen digna de rescatar. 

Antoinette Brown Blackwell (1825-1921) nació en Estados Unidos y fue la primera mujer en ser ordenada ministra protestante en ese país. Dotada de una gran oratoria, recorrió varias ciudades participando en debates y dando charlas y conferencias. Una de sus grandes motivaciones desde muy joven fue la defensa de los derechos de la mujer, abogando por el sufragio igualitario y criticando el hecho de que las mujeres tuvieran forzadamente que elegir entre su familia y su trabajo. Autora de diversos artículos y libros, una de sus más destacadas obras fue Los sexos a través de la naturaleza, escrito cuatro años después de El origen del hombre y donde analizaba críticamente la obra de Darwin. 

Brown Blackwell llevó a cabo un cuidadoso análisis de las propuestas del naturalista. Planteó que los sexos son equivalentes y que Darwin no habría considerado las características únicas que aporta el sexo femenino en las distintas especies. Los seres humanos no sólo evolucionamos como tales por aspectos prácticos como la capacidad de manipular herramientas, sino también por aspectos sociales como la capacidad de relacionarnos y colaborar, características asociadas principalmente con lo femenino. Así, Brown Blackwell concluyó que hombres y mujeres evolucionaron de manera complementaria, en base a las diferentes fortalezas de cada sexo. 

Así como la teoría de Darwin tuvo una influencia político-social que incluso llevó a algunos autores a desarrollar el darwinismo social, teoría que permitió justificar desigualdades en sistemas neoimperialistas, lo planteado por Brown Blackwell también tiene una arista política. La interpretación que ella ofreció acerca de la evolución humana sentó bases para la liberación femenina y la equidad de género, planteando que “la evolución ha dado y aún está dando a la mujer una creciente complejidad de desarrollo que no puede encontrar un campo legítimo para el ejercicio de todos sus poderes dentro del hogar. Existe una vida más amplia, que no superior, fuera [de casa] en la que ella está obligada a entrar, tomando parte en sus responsabilidades”4. Sin duda, Brown Blackwell fue una gran reformista social que buscó erradicar la desigualdad con argumentos científicos, reivindicando de paso a las mujeres de ciencia.

La colaboración, el respeto, la solidaridad y la integración, características que podrán ser consideradas “femeninas” y, por tanto, poco importantes al momento de lograr el “éxito”, podrían ser la clave para que las mujeres puedan realmente ser integradas en el sistema científico actual (y en la sociedad en general).

Científicas en la actualidad

Estamos en el siglo XXI, ha pasado bastante tiempo y la sociedad algo ha cambiado en torno a la comprensión de los roles de género. Por otro lado, se entiende que los científicos de hoy han desarrollado mucho más los conceptos en torno a la evolución de la vida en la Tierra y que, por tanto, no podemos afirmar que “evolucionismo” es sinónimo de “darwinismo”. Sin embargo, el darwinismo sentó un precedente fundamental que ha tenido fuerte injerencia no sólo en el ámbito científico, sino también social. 

Por mucho tiempo se ha validado como una verdad fuertemente incrustada en nuestro horizonte de pensamiento que las características propiamente masculinas son superiores a las femeninas, al menos al momento de desarrollarse exitosamente en la sociedad, y que, por tanto, si una mujer quiere “ser exitosa” en lo intelectual o político, debe masculinizarse, es decir, ser competitiva, práctica y autoritaria. Esto constituye la base del sistema patriarcal imperante hasta nuestro días y, por cierto, también rige el funcionamiento político de la ciencia actual en el que las mujeres se ven en desventaja frente a sus colegas hombres. 

A pesar del escenario poco afortunado, muchas mujeres terminan interesándose por la carrera científica. Por ejemplo, en Chile, las matrículas femeninas en carreras de pregrado y posgrado en áreas relacionadas con ciencias básicas constituyen 48% y 42%, respectivamente5. No libres de dificultades, las mujeres obtienen grados académicos en ciencia en un porcentaje, por supuesto mejorable, pero no menor. 

No obstante, la mayor dificultad se manifiesta a la hora de ejercer de manera profesional lo que han estudiado. A partir de este punto, las mujeres van desapareciendo de la escena. Las estadísticas indican que sólo cerca del 31% de la participación laboral en ciencia y tecnología en Chile está representado por mujeres, proporción que coincide con cifras a nivel mundial5. Las barreras a las que se enfrentan son múltiples y van desde la discriminación y los prejuicios hasta la dificultad para conciliar la vida familiar con la profesional en un rubro altamente competitivo y exigente. 

Podrán existir programas de gobierno o campañas de distintas organizaciones sociales que fomenten la participación femenina en el ámbito científico, accionando desde la estimulación a edades tempranas de las vocaciones y el quiebre de estereotipos. Sin embargo, estos esfuerzos serán insuficientes si a la hora de ejercer la ciencia como actividad laboral esto significará un enorme esfuerzo para finalmente lograr ocupar lugares secundarios. Y es que el problema es mucho más profundo: el problema es que la ciencia es y ha sido históricamente patriarcal y androcéntrica; la ciencia ha estado por mucho tiempo hecha por y para hombres. 

© @anisestrellada.

Ciencia, mujeres y colaboración

Siempre se nos ha enseñado la historia evolutiva desde una perspectiva androcéntrica. La idea generalizada es que los forzantes evolutivos en el ser humano fueron la competencia, la caza y la agresividad, habilidades netamente masculinas. Sin embargo, existen autores, como la historiadora y arqueóloga María Ángeles Querol, que plantean que habría sido la cooperación entre hombres y mujeres el motor de la evolución del ser humano, más que la competencia. Y es eso lo que podemos inferir de lo postulado por Antoinette Brown Blackwell; para la evolución de la especie humana debió existir un esfuerzo colaborativo, en este caso, entre ambos sexos. 

La colaboración, el respeto, la solidaridad y la integración, características que podrán ser consideradas “femeninas” y, por tanto, poco importantes al momento de lograr el “éxito”, podrían ser la clave para que las mujeres puedan realmente ser integradas en el sistema científico actual (y en la sociedad en general). Un sistema científico patriarcal que incentiva la competencia es hostil para las mujeres, y si el sistema sigue jerarquizado y midiéndose por índices de productividad, por más que ingresen más mujeres a estudiar carreras científicas, el problema de raíz no se soluciona. Un sistema científico igualitario y al servicio de la sociedad, donde se vinculen estudiantes, investigadores, trabajadores, instituciones y la comunidad en general, sería un ambiente más propicio para que las mujeres podamos desplegar todas nuestras potencialidades.

Referencias

Guil Bozal (2008). “Mujeres y ciencia: techos de cristal.” EccoS Revista Científica 10 (1):213-232

Querol María Ángeles, & Anzola Consuelo Triviño. (2004). La mujer en “el origen del hombre”. Barcelona: Bellaterra.

Pulido Carolina Martínez. (2003). El papel de la mujer en la evolución humana. Madrid: Biblioteca Nueva.

Martínez Pulido, (2015). “Respuesta femenina a El origen del hombre de Charles Darwin”.

CONICYT, (2017). Informe “Diagnóstico Igualdad de Género en Ciencia, Tecnología e Innovación en Chile”

* Este artículo fue publicado originalmente para la edición #6 de Revista Endémico: Ecofeminismo. Puedes encontrar la revista completa aquí

Sobre la Autora:

Silvana Collado es bióloga y doctora en oceanografía. Actualmente participa activamente de la ONG Conciencia Sur, que agrupa a mujeres feministas con formación científica.