Los nombres ancestrales de los árboles –Chi kuifike aliwen ñi üy–

Al buscar la palabra roble en la red nuestra primera referencia es al género Quercus, árboles nativos de Europa. La palabra es también la más común para referirse a los especímenes de Nothofagus obliqua, una de las plantas nativas más abundantes e importantes de los bosques australes. Los pueblos originarios de la zona central lo llamaban Hualle (en su juventud) o Pellín (cuando se hace viejo). Al buscar estos nombres en internet, todas las referencias son a nuestro árbol. ¿Será tiempo de retomar algunos de los nombres originales de los seres que cohabitan nuestro territorio?

Los nombres originales

Muchos comenzamos a aprender los nombres de las plantas desde un interés científico o explorador, nacido de la curiosidad de saber qué hay a nuestro alrededor, pero al ir aprendiendo nombres es inevitable encontrarnos con los orígenes mapuche de éstos. Esto tiene mucho sentido, porque los territorios que los mapuche habitan estaban ancestralmente dominados por bosques. En ellos podían refugiarse, buscar alimentos y contemplar su entorno, actividades que los llevaron a nombrar a los organismos que allí habitaban, muchas veces reemplazando la rigurosidad de la taxonomía moderna por aproximaciones más prácticas y relevantes para su día a día.

Un ejemplo de esto es el nombramiento de una misma especie con varios nombres dependiendo de sus estadios o tipos de crecimiento (el Coyam, Hualle, Pellín para Nothofagus obliqua es un buen ejemplo). También la agrupación de varias especies en nombres genéricos dependiendo de sus modos de vida (Voki para las enredaderas). También en su contemplación nombraron otros sucesos, como los Lemünantü (burdamente traducible como luz de bosque), que se refiere a los fragmentos de luz del sol que vemos pasar a través de las ramas de los árboles.

Nothofagus obliqua, conocido como Coyam, Hualle o Pellín según sus estadios de crecimiento. © Diucón, via Wikipedia

Esta riqueza lingüística y naturalista fue ignorada por los colonizadores españoles, quienes, probablemente sin pensarlo mucho e impulsados por la costumbre, empezaron a utilizar nombres europeos (como el roble) para los árboles nativos de la zona. Claramente estaban más interesados en las tierras cultivables y la imposición cultural de la religión y la economía, que en el entorno que intentaban invadir. Sin embargo, gracias a este desinterés, muchos de estos nombres  han podido sobrevivir hasta el día de hoy. Es increíble cómo al repasar los nombres de las plantas nativas nos damos cuenta que la mayoría de ellas, salvo contadas excepciones, mantienen el nombre que los mapuche utilizaban, conservando así una identidad en otros aspectos perdida.

Lemünantü –fragmentos de luz del sol que vemos pasar a través de las ramas de los árbolesen los bosques nativos del Cerro Caracol. ©Bastián Gygli

“Es increíble cómo al repasar los nombres de las plantas nativas nos damos cuenta que la mayoría de ellas, salvo contadas excepciones, mantienen el nombre que los mapuche utilizaban, conservando así una identidad en otros aspectos perdida”.

Mapudungún

En lo que hoy se conoce como Chile central habitaban varios pueblos, los cuales, en su unión contra los invasores foráneos, fueron conocidos como Mapuche: gente de la tierra (Mapu: tierra y che: gente). Su lengua, que incluye múltiples variantes regionales, es conocido como Mapudungún. Es una lengua única en el mundo y ha sido tratada de clasificar varias veces sin llegar a consensos claros. Algunos autores la asocian a las lenguas Amerindias y otros prefieren dejarla como una lengua aislada, sin parientes cercanos tan directos. Su desarrollo y evolución ha sido principalmente oral, siendo las formas escritas propuestas por sus hablantes un proceso muy reciente.

De un ritmo lento y pronunciación donde pareciera que no se abre mucho la boca, el mapudungún tiene la particularidad de ser una lengua polisintética de tendencia altamente aglutinante. Esto significa que conforma palabras en base a palabras y sonidos previos con significados particulares, básicamente pegando componentes para generar grandes palabras de significado complejo (Trarimansunparkelayayengu: “Ellos dos no enyugarán a los bueyes aquí”).  Otros ejemplos de este tipo de lenguaje son el japonés, el quechua y el finlandés.

Este tipo de lenguaje permite que una sola palabra exprese un significado elaborado, algo que en otros idiomas requeriría múltiples palabras. Por ejemplo la ciudad de Coihueco, derivada de Koiwe (un árbol nativo) y Ko (agua), significa “agua de Koiwe”. Esto le entrega a lo que antes era solo un nombre, un significado mucho más descriptivo.  Allá cuando debió ser nombrada es probable que los alrededores del río estuvieran llenos de Koiwes. Eso hace que, si es que se conoce el idioma, navegar por zonas donde el mapudungún domina sea extremadamente sencillo. Los lugares se describen a sí mismos, normalmente asociados a los hitos naturales del sector o a la composición de la biodiversidad local.

Nothofagus dombeyi, más conocido como Koiwe. ©Jorge Vallmitjana
Hoja de Koiwe. ©Valerio Pillar

Estas características, unidas a la ya menciona riqueza en nombres para las diversas especies que habitan nuestra tierra, son rasgos de una balanceada relación con el entorno y es justo este tipo de relaciones las necesarias para mantener el funcionamiento y el bienestar de un ecosistema, incluyendo a todos sus componentes.

Tan internalizadas están estas ideas en el pueblo mapuche que incluso tiene un nombre: Itrofil mogen. Un concepto sin traducción literal, pero que podría transformarse en algo como “toda la vida en todas sus formas”. El mapudungún refleja cómo para los mapuche no existe la dicotomía naturaleza/cultura, que sí establece el pensamiento y el lenguaje moderno occidental; sino que la vida se entiende como un ciclo del que los humanos somos parte, así como las montañas, los ríos, los bosques, los animales y cada forma de vida que habita en la mapu, entre quienes hay múltiples interconexiones.

Hoja de un Hualle/Pellín (Nothofagus obliqua). © Bastián Gygli

El poder de los nombres

Nos es exagerado decir que gran parte de nuestra realidad se construye desde el lenguaje. Todo el tiempo estamos expuestos a estímulos lingüísticos y hemos desarrollado múltiples sutilezas en la utilización de éstos.  A través de cómo expresamos una idea, ésta pueda variar en su significado y en su efecto en el receptor del mensaje. “Debemos cuidar la naturaleza” no es lo mismo que “Es importante cuidarnos junto a la naturaleza”, por ejemplo.

También asociamos las palabras y expresiones que se usan a nuestro alrededor con nuestro hogar. Ese espacio que nos acoge en su cotidianidad. Ese ritmo conocido o esa subida de tono que usamos acá en el sur. El mundo es un lugar diverso, y tal como cada territorio presenta sus ecosistemas y habitantes particulares, es natural que cada lugar tenga sus nombres y expresiones particulares. Es normal que cada lugar tenga su propia identidad.

El habla se encuentra en constante mutación, y ésto nos cambia como sociedad, porque el lenguaje, y las palabras que lo componen, permea dentro de nuestra identidad, transformándola. Es por eso que es diferente llamar a un espécimen de Nothofagus obliqua hualle en vez de roble. Hualle es el nombre que se le dio en nuestra tierra. Está asociada a una visión distinta en cuanto a la relación con nuestro entorno. Nombrarlo hualle es recuperar los saberes ancestrales y retomar el camino del Itrofil Mogen, recordando que cuando hablamos de plantas nativas, hablamos mapudungún, un idioma que tiene en sus palabras y estructuras lecciones de ecología y armonía.

Imagen de Portada: Detalle de hoja de un Temu (Blepharocalyz cruckshanksii). © Bastián Gygli

Agradecimientos especiales a Jens Benöhr, Vanessa Weinberger y Cata Muñoz, por sus comentarios y aportes a este artículo.