A pocos días de haberse cumplido uno de los años más movidos de la última década en Chile, un gran tema que se ha repetido es el estado de la naturaleza y nuestra relación con ella. Tanto durante el estallido social, como en los meses que llevamos de pandemia, temas como la privatización del agua, la desigualdad social, su relación con el acceso a la naturaleza, y la relación mundial abusiva que hemos establecido con nuestro planeta, son temas que se repiten una y otra vez. Todo esto, me ha hecho pensar en mi propia relación con la naturaleza, y en los momentos en que he estado más conectada con ella. Sin importar lo que piense, regreso al mismo lugar: a Botsuana, y a los años que pasé en una carpa en medio de la sabana tomando datos e intentando reconstruir las relaciones entre humanos y la naturaleza que los rodeaba.
Tuve la suerte de hacer mi doctorado en el norte de Botsuana, y digo suerte, porque fue algo que literalmente golpeó la puerta de mi oficina mientras hacía mi doctorado en Oxford. Desde muy chica me acuerdo haber tenido una tremenda admiración por los elefantes (supongo que la elefanta Fresia marcó algo en mí con su danzar triste), lo que se tradujo en mis años de universidad a trabajar con elefantes. Me acuerdo cuando le decía a mi mamá cada vez que entraba a un nuevo proyecto: “¡Este proyecto está buenísimo! Vamos a estudiar esta especie, que, claro que no es como trabajar con elefantes africanos, pero seguro va a ser muy interesante”. Muchos años después, los mismos elefantes llegarían a trompetear mi puerta cuando mi supervisor me dijo que tenía algo importante que contarme. Ese día, los elefantes me salvaron de varios proyectos sin destino que trataba de construir en mis primeros años en Inglaterra. Y así fue, como de un día para otro, estaba sentada en el avión que me llevaría al “Okavango Delta”, un lugar en el norte de Botsuana del que -como chilena- nunca había escuchado.
Vista de elefantes en el norte de Botsuana durante censos aéreos © Rocío Pozo
Aterrizaje en Botsuana
Después de varios días de viaje, me bajé de un mini avión que venía de Gaborone saltando entre nubes, y que aterrizó en Maun, un pueblito polvoriento y caluroso, a los pies del Okavango Delta, que ofrecía una mezcla de soledad desolada y cafés con menús estilo inglés a los turistas que llegaban a pasar la noche. Después de cuatro días en Maun, me conseguí un auto, un mapa y toda la comida fresca que pude transportar y partí rumbo al Okavango Delta sin tener idea como llegar, pero siguiendo la indicación de turistas y gente local en Maun de seguir el único camino de “cemento” hacia el norte. Con los kilómetros de cemento no quedó nada, y después de 9 horas de manejo entre tierra y burros suicidas, una hora en ferry a media máquina y 30 minutos de viaje en mokoro (canoas hechas con árboles en las que la gente se transporta entre las islas que forma el delta), llegué al campamento donde trabajaría por los siguientes tres años.
Vista del Okavango Delta desde el aire © Rocío Pozo
“El Okavango”, como la mayoría lo conoce, es un lugar fuera de este planeta, ya que aunque en estricto rigor es parte de desierto del Kalahari, el agua que trae el Río Okavango, da oportunidades infinitas a la flora y fauna local. Una vez en el Okavango, en cosa de minutos puedes estar rodeado de hipopótamos, cocodrilos, elefantes, cebras, pelícanos colorinches y mambas negras (la serpiente más letal del planeta). Además, donde sea que mires el paisaje es simplemente perfecto, y la luz, de una forma u otra, se encarga de entregar composiciones precisas de atardeceres, reflejos en el agua y paletas de colores en el cielo. Pero el Okavango es también un lugar lleno de contradicciones. Aún cuando para algunos es sinónimo de uno los destinos turísticos más atractivos del planeta, para otros, es un enorme desafío saber dónde se ubica en el mapa. Miles de dólares entran cada año con los viajeros de todo el planeta que quieren vivir la experiencia del Okavango Delta, mientras que en la misma zona viven algunas de las comunidades locales más pobres y vulnerables de África.
En el tiempo que tuve la suerte de vivir con los habitantes del Okavango, nunca me encontré con alguien que no le rindiera tributo a la naturaleza.
Baobab al amanecer en isla Kubu del Makgadikgadi, en el este de Botsuana © Jeremy Cusack
Vivir el Okavango
Como su nombre lo dice, el Okavango Delta es justamente eso, un delta. Su cauce se genera en el río Okavango que crece y baja de Angola una vez que empiezan las lluvias, el que choca con una gran placa tectónica en el norte de Botsuana. Esto hace que el agua se expanda en distintas direcciones en el desierto del Kalahari, formando un delta en forma de mano abierta que, por el calor y la lejanía, nunca llega al mar. Así, cada año, miles de millones de litros de agua bajan desde Angola, pasan por una delgada franja en Namibia, y llega al norte de Botsuana, para expandirse formando ríos, pantanos y humedales, que se secarán por evaporación dado los meses con hasta 50°C que ofrece este paraíso terrenal. Este ciclo en que el agua llega del norte, se expande al sur a través del delta, y se vuelve a encoger por evaporación, se repite cada año, y define lo que en Botsuana se conoce como la estación seca y lluviosa. Ambas estaciones, además marcan algunas de las migraciones de mamíferos y aves más grandes del planeta, dado la disponibilidad de agua y alimento. Así que la próxima vez que escuches hablar del Okavango acuérdate de todas las fotos y documentales en África que te puedas imaginar… manadas de elefantes bañándose en lagunas azules, cientos de aves de colores cruzando la sabana como nubes, leones retozando después de haber almorzado búfalo, y chitas caminando en cámara lenta ¡todo, todo eso es el Okavango!
©Jeremy Cusack
Especies de atrapamoscas comiendo y posado en rama de un árbol. ©Jeremy Cusack
Pero el Okavango no son sólo animales icónicos y ecosistemas de series de televisión, es también su linda gente y la relación que tienen con la naturaleza que los rodea. En particular, el norte de Botsuana se caracteriza por ser el hogar de cinco etnias, cada una con un idioma y cultura única. Entre ellos, se encuentran los Hambukushu, Dceriku, Wayeyi, Bugakhwe y Ilanikhwe, que tradicionalmente eran cazadores nómades y colectores de plantas para medicinas y alimentos, pero que de a poco se han ido transformado en agricultores, ganaderos y pescadores. Estos habitantes del norte de Botsuana han vivido en las cercanías del Okavango por cientos de años. Sin embargo, una serie de factores ambientales y políticos han puesto en peligro el delicado equilibro en el que viven los habitantes del Okavango con su entorno. Si recordamos bien, el ciclo del agua del Okavango atrae cada año a cientos de especies a pasar temporadas de abundancia de alimento al Delta. Pero en las últimas décadas, muchas de estas especies se han quedado permanentemente en el Okavango, es decir, ya no migran de vuelta a sus hábitats de origen. Este ha sido particularmente el caso de las poblaciones de elefantes en Botsuana, hoy, el país con el mayor número de individuos de esta especie en el planeta.
Manada de elefantes de espalda en el Okavando Delta © Rocío Pozo
Un nuevo encuentro con los elefantes
Por años, grupos de investigadores notaban cómo las poblaciones de elefantes crecían en el Okavango, y con el tiempo se dieron cuenta que esto no era porque se reproducían más de lo normal, sino porque una vez que llegaban al Delta no volvían al lugar del que habían migrado. Este fenómeno lo atribuyeron a que por un lado contaban con agua y alimento durante todo el año. Pero más importante aún, era que Botsuana era el único país en el corazón de África que luchaba tajantemente contra el comercio ilegal del marfil, lo que convirtió al Okavango Delta en una especie de oasis y refugio para los elefantes del continente. Por otro lado, el gobierno de Botsuana hace más o menos treinta años declaró el norte del país como zonas que debían ser habitadas para evitar la inmigración ilegal de países vecinos. Para apoyar esta medida, el gobierno declaró el norte como potencia alimentaria, y comenzó un programa para entregar tierras gratuitamente a los habitantes de Botsuana que estuvieran dispuestos a trabajar la tierra y convertirla en una zona de agricultura y ganadería. Pero de lo que el gobierno se olvidó, fue que muchos de los pueblos originarios que habitaban el norte del país habían sido en su mayoría cazadores nómades, por lo que esta nueva medida que les prohibía cazar y los impulsaba a ser agricultores, más tarde se convertiría en un factor clave en el conflicto entre comunidades locales y la conservación de elefantes en el país.
Oryx descansando en Makgadikgadi, en el este de Botsuana ©Jeremy Cusack
Bajo ese contexto me bajé del avión en Maun, con la esperanza de poder entregar soluciones al conflicto entre agricultores y elefantes. En el papel sabía que el conflicto se centraba en que las comunidades locales perdían sus cultivos dado que los elefantes se alimentaban de ellos, y que en respuesta, había mucha gente que mataba ilegalmente a esta especie para poder alimentar a sus familias. [VW9] Pero con el tiempo me di cuenta que el conflicto era mucho más que eso. Además del incremento en las poblaciones de elefantes, los habitantes del Okavango habían experimentado un gran cambio bio-cultural pasando de cazadores nómades a agricultores.
Una de las lecciones más grandes de vivir en Botsuana fue sentirme parte de un todo que funcionaba a la perfección, basado en el respeto que todos teníamos con los elementos que lo conformaban.
Muchas veces vi cómo con tierras en medio del desierto y algunas semillas en la mano, no tenían ni la menor idea por dónde empezar a alimentar a sus familias. Y a esto se sumaban las historias de los ancianos –muy respetados por la comunidad- que contaban que en el Okavango no había elefantes veinte años atrás, por lo que vivir (y muchas veces morir) con ellos era algo que estaban recién aprendiendo. Sin embargo, su apreciación y amor por la naturaleza no cambiaba a pesar de las pérdidas que sufrían a causa de la fauna que los rodeaba. Todo lo contrario, en el tiempo que tuve la suerte de vivir con los habitantes del Okavango, nunca me encontré con alguien que no le rindiera tributo a la naturaleza. A pesar de las duras condiciones en las que vivían, la gente del Okavango eran los primeros defensores de la perfección y riqueza infinita que les brindaba la naturaleza con sus brazos de acacias y atardeceres de postal. Y a través de sus historias, transmitían de generación en generación la importancia de respetar los ritmos y leyes de la madre tierra.
Vista de manada de elefantes en el Okavango Delta desde helicóptero © Rocío Pozo
Creo que esa fue una de las lecciones más grandes de vivir en Botsuana, sentirme parte de un todo que funcionaba a la perfección, basado en el respeto que todos teníamos de los elementos que lo conformaban. De lo contrario, las consecuencias se pagaban caro. El que no respetaba los ritmos del agua moría de sed y hambre, los que no respetaban a las especies silvestres y su espacio eran devorados, y los que no seguían los ritmos de la luna perdían sus alimentos. Todo tenía una razón que encajaba perfectamente en el ritmo natural del día a día, un equilibrio delicado, pero constante si la conexión con la naturaleza se respetaba. Muchos años después, definí mis años en el Okavango como “sentirse presa” lo que para muchos puede sonar aterrador, pero para mí tuvo un sentido profundo, porque vivir la experiencia de lo que significaba ser parte de la naturaleza y sus ciclos, fue un viaje sin retorno.
Vista de dos burros en medio del único camino en el área de estudio ©Jeremy Cusack
Sobre la Autora
Rocío Pozo es Investigadora y Comunicadora Científica con una gran pasión por la Naturaleza y su conservación. Es Médico Veterinario de la Universidad de Chile, Magíster en Ciencias de la Conservación de Imperial College London (Inglaterra) y Doctora en Zoología de la Universidad de Oxford (Inglaterra). Actualmente trabaja como Investigadora en la PUCV, y su amor por la ciencia lo comparte con su pasión por la ilustración y la cocina vegetariana.
Cruzando uno de los brazos del río Okavango al campamento ©Jeremy Cusack
Imagen de portada: Elefantes de espalda comiendo en islas del Okavando Delta © Rocío Pozo