Nuestra colaboradora, la periodista independiente Paula Fernández, nos cuenta sobre su perspectiva sobre el acelerado desarrollo de las ciudades modernas, su interminable crecimiento y consecuente impacto en la calidad de vida de las personas.
Cuesta entender por qué se originó la concepción humana de que entre más se construye sobre la Tierra, más habitable ésta se vuelve. Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU) “a mediados de 2015, la población mundial alcanzó los 7.300 millones de personas, lo que significa que, en 12 años, el número de personas en el mundo ha aumentado en 1.000 millones” lo que afectaría, y ya está afectando los procesos de urbanización de las ciudades. Sin duda, nuestro planeta es un lugar cada día más habitado (por humanos), pero este habitar se refiere solo a cantidad, y no calidad.
Durante mis viajes, en los últimos meses he podido visitar diversas ciudades alrededor del mundo. La oportunidad de recorrer los barrios medievales, góticos o simplemente antiguos de estas grandes urbes me ha permitido observar el desarrollo de las construcciones humanas en el tiempo. Primero, edificios gigantescos –como las grandes catedrales góticas, el coliseo romano o las pirámides egipcias–, que tardaron décadas e incluso siglos en ser construidos. Esto, dado que antiguamente el humano debía asociarse en grandes grupos para culminar la elaboración de una sola gran construcción, por lo que se necesitaba de mucho tiempo y mano de obra para llevar a cabo solo una edificación como las mencionadas.
Sin embargo, la revolución industrial generó el reemplazo de la mano de obra por máquinas automatizadas, las que trabajaban día y noche, sin dormir ni comer, naciendo la famosa producción en masa. Con el tiempo, las técnicas de construcción también se vieron impulsadas por estos adelantos tecnológicos, lo que hoy nos lleva a una situación crítica; ciudades atestadas con enormes rascacielos, apretados unos con otros, manteniendo una fría y eterna sombra sobre las calles y pequeñas casas de los centros urbanos.
Este modelo de construcción industrial permite aglutinar la mayor cantidad de gente posible en un área determinada –proceso denominado densificación–, lo cual muchos definen hoy como ‘progreso’. Debido a esto, se han derrumbado decenas de edificios con alto valor histórico, siendo reemplazados rápidamente por una hilera de edificios altos e iguales, con el supuesto objetivo de brindar la oportunidad de habitar en el centro de la ciudad, mientras que, a mi juicio, el motivo principal es la rentabilidad inmobiliaria y el resultado, la pérdida del patrimonio arquitectónico de las ciudades.
Esta homogenización de la ciudad ha causado que muchos lugares pierdan su identidad, la cual es engullida por la globalización, convirtiéndolos en otra gran ciudad del mundo, sin historia, sin espacios que un forastero pueda sentir que está en ese y no en otro sitio. Entonces, ¿cómo alcanzar el equilibrio entre la densificación y el bienestar humano en la ciudad? Esta pregunta suscita dolores de cabezas a planificadores urbanos y políticos, pero a modo personal veo algunas respuestas en; la construcción de edificios respetuosos con su contexto urbano inmediato, la rehabilitación de edificaciones más antiguas que se pueden volver a utilizar, el dejar de especular con la compra-venta-arriendo de casas y departamentos, una mayor regulación del uso de suelo y un control de natalidad efectivo en todos los países.
Además, me pregunto ¿es posible dejar de construir? En un mundo ideal sí, pero sabemos la enorme cantidad de dinero que mueve la industria de la construcción, por lo cual por ahora solo nos queda reflexionar y planificar una mejor ciudad para vivir. El problema está frente a nuestros ojos y la solución al alcance de nuestra mano, puesto que, literalmente, el cambio empieza por casa.
*Fotografía de portada: megaciudad en Asia ©Wikimedia