El valor de la biodiversidad

No importa dónde nos situemos en el mundo, siempre veremos que compartimos la tierra con un sinfín de especies. Desde las frondosas selvas tropicales hasta los áridos desiertos, en todo momento seremos capaces de encontrar diversos organismos adaptados a las condiciones del lugar. Es también interesante darnos cuenta de que no observaremos nunca a una sola especie en un ambiente, sino que ésta siempre estará asociada a otras para poder existir. De esto se desprenden las preguntas: ¿por qué no existe una única especie habitando todo el planeta? ¿Cuál es el origen de tanta diversidad de formas y funciones en la naturaleza? Lograr entender y explicar el origen de la biodiversidad es uno de los objetivos clave en ecología. Son muchos los investigadores que desde el inicio de la disciplina han intentado responder tal interrogante; y aunque grandes avances se han logrado para entender algunos de los procesos asociados a la biodiversidad, aún estamos lejos de una teoría unificada que logre explicar este misterioso fenómeno. 

La evolución como motor de la biodiversidad

Los primeros indicios de la vida sobre la tierra datan de hace aproximadamente 3,5 billones de años atrás, con el surgimiento de los primeros organismos unicelulares (Dodd, 2017). Existe suficiente evidencia para sostener que todos los seres vivos que vemos hoy en día provienen de esos primeros seres unicelulares que se formaron hace tanto tiempo atrás. Pero detengámonos un momento a pensar: ¿cómo es que estos organismos originaron la gran diversidad de especies que vemos hoy en día?

Los cambios ocurren de manera constante en la naturaleza. Éstos pueden ser seleccionados de forma favorable cuando se genera una innovación que otorga una mayor eficiencia en el mantenimiento o reproducción de la entidad biológica que la desarrolla. Esto es lo que se conoce como evolución, y es capaz de actuar a diferentes escalas, desde la molecular hasta la ecosistémica.

El primer mecanismo evolutivo propuesto fue la selección natural, planteado por Charles Darwin en 1859. Según su teoría, los individuos de una población se presentan con suficiente variabilidad de forma natural, compitiendo entre sí por los recursos, y el ambiente selecciona a los individuos que posean las características que les confieren una mayor ventaja reproductiva. Así, solo las formas más eficientes para ese ambiente lograrán dejar descendencia, la cual poseerá las características, heredadas genéticamente, de sus progenitores. Luego, la selección natural se encargará de fijar las innovaciones más ventajosas en el tiempo (Darwin C, 1859).

El bosque valdiviano en Chile es una ecorregión ideal para representar la interdependencia de las escalas de biodiversidad. Las especies de árboles del género Nothofagus de este ecosistema tenían su origen en el supercontinente Gondwana, hace 45 millones de años antes del presente. El potencial genético de estos ancestros les permitió adaptarse a las diferentes condiciones de temperatura y pluviosidad, dando origen a diferentes especies. Los hábitats formados por estas últimas permitieron el asentamiento y evolución de las diferentes especies de plantas, animales y hongos, encargadas de mantener los procesos ecosistémicos de este bosque, tales como la dispersión de sus semillas y descomposición de la materia orgánica (diversidad específica). Se creó así la diversidad ecosistémica de esta ecorregión, con distintas formas de soportar las variables ambientales que se presentan de norte a sur, o desde la cordillera de los Andes hacia la costa. La capacidad de esta ecorregión de adaptarse a futuros cambios climáticos dependerá del mantenimiento de estas antiguas diversidades (Ceballos et al, 2015). ©Rodolfo Otero

Pero entonces, ¿cómo es que en estos 3,5 billones de años aún no se origina un organismo que, por evolución, acapare todos los recursos del planeta, desplazando al resto hacia la extinción? La respuesta la encontramos en la forma en que los diferentes organismos tienen acceso a la energía, recurso último que determina y limita las acciones que pueden llevar a cabo los organismos (Brown, 2004). Recordemos que las acciones de un organismo se sustentan por la energía disponible o metabolismo de éste, el cual es finito. Esto significa que es imposible que se desarrolle un ser capaz de mantenerse largos periodos de tiempo y lograr dejar un sinfín de descendencia que sea viable en el tiempo. En otras palabras, existen compromisos en la forma en que un organismo puede ocupar la energía a su disposición: o son organismos longevos y con pocos hijos, pero con una gran inversión parental en la crianza de estos; o tienen muchos hijos, pero entonces viven periodos generacionales cortos y no los pueden criar en el tiempo, lo que pone en riesgo la sobrevivencia de sus crías. De esta forma, la diversidad surge como diferentes soluciones que resultan igual de eficientes energéticamente para un ambiente.

Hoy en día se identifican otros mecanismos evolutivos aparte del planteado por Darwin. En particular, se reconoce el rol vital de la cooperación, ya que el apoyo mutuo entre individuos es capaz de ampliar las innovaciones posibles para enfrentar las exigencias del ambiente en que habitan (Archibald J, 2014; Margulis, 1967). En efecto, el rol de la simbiosis es el mecanismo más aceptado para explicar la generación de formas vivas más complejas que los primeros organismos unicelulares (;). A su vez, se ha reconocido la capacidad de los organismos, a través de sus acciones y asociaciones, de modificar su propio ambiente, y, por tanto, su capacidad de influir en los procesos de selección natural.

Estos nuevos conceptos evolutivos han llevado a que se reconozcan nuevas escalas de organización en donde actúan las fuerzas de selección y evolución, como lo puede ser una escala ecosistémica. Tal reconocimiento permite plantear a los ecosistemas como sistema energético clave en el sostenimiento de la vida en la tierra (Ulanowicz R, 1980), y, por lo tanto, a la biodiversidad como característica vital para lograr el mantenimiento de los procesos ecosistémicos.

El rol de la biodiversidad en la estabilidad de los ecosistemas

Los ecosistemas se definen como la asociación de varios grupos de especies que se interrelacionan entre sí y con el ambiente en un espacio y tiempo común. Es gracias a tal red de interacciones que los ecosistemas ciclan la energía y la materia; y es justo gracias a estos ciclos que las diferentes especies, incluidos los humanos, logran obtener los nutrientes para vivir. En otras palabras: el hecho de que una especie pueda mantenerse sólo resulta posible cuando ésta se encuentra en equilibrio dentro de la red de interacción ecosistémica.

Ahora bien, aún estamos lejos de entender cómo actúan los mecanismos de selección a una escala ecosistémica, pero sí se ha demostrado que la estabilidad de sus redes de interacción depende de una mayor diversidad de formas y funciones. Se ha determinado que los ecosistemas biodiversos, además de ser más resistentes y soportar mayores perturbaciones ambientales, logran retornar con mayor facilidad al estado inicial previo a la perturbación, lo que se conoce como resiliencia.

Tres escalas de organización se han asociado a una mayor resistencia y resiliencia de los ecosistemas, y mientras mayor sea la biodiversidad presente a esas escalas, mayor es su estabilidad.

La biodiversidad genética se refiere a variabilidad de características o rasgos presentes dentro de una especie, y su importancia se asocia al potencial evolutivo que esta especie presenta para enfrentar futuros cambios ambientales. En general, mientras mayor sea la diversidad genética, mayor será la probabilidad de que, ante eventos de perturbación ambiental y del cambio global en particular (tal como el aumento de extremos climáticos), las especies puedan adaptarse, seguir existiendo y con ello, no alterar la red de interacciones que mantienen a los ecosistemas.

La biodiversidad específica se refiere al número de especies presentes en un ecosistema. Se ha observado que aquellos ecosistemas que poseen una mayor biodiversidad específica logran procesar más eficientemente los ciclos de energía y de nutrientes. Un estudio más detallado muestra que cuando un ecosistema tiene un número mayor de especies asociadas tiene una mayor redundancia de organismos que cumplen una misma función. Por lo tanto, la estabilidad de la biodiversidad a esta escala se asocia a la posibilidad de reemplazar la función de una especie que se extinga dentro del ecosistema, sin alterar los procesos ecosistémicos.

La biodiversidad ecosistémica se asocia a un mayor número de ecosistemas con diferentes historias evolutivas que logran ciclar de formas diferentes, pero igual de eficientes, la materia y la energía del ambiente. Por lo tanto, cuando se protegen diferentes tipos de ecosistemas, se está asegurando la existencia de un mayor número de diferentes ciclos de energía y materia que permiten la vida en la Tierra.

©Rodolfo Otero

Reconstruir los procesos que conforman un ecosistema y su biodiversidad no es tarea fácil. En efecto, los experimentos que buscan replicar la formación de los ecosistemas, como BOIOS-3 (Rusia), Biósfera 2 (EE.UU.) y Proyecto Edén (Inglaterra), no han logrado generar resultados positivos. Ninguno de estos ecosistemas artificiales han logrado ser autosuficientes, pues han requerido de la constante intervención y aporte de ciertos elementos vitales que no se ciclan de forma eficiente dentro de sus confinamientos, tales como oxígeno para el caso de Biosfera 2. Lograr reconstruir lo que la evolución lleva creando desde hace tanto tiempo es ciertamente muy complejo, y podría ocurrir que alcanzar tal conocimiento no sea factible, al menos no en un corto plazo.

Por lo tanto, nuestra mejor apuesta para no sólo lograr mantenernos como especie en el tiempo, sino también para poder llegar a tal comprensión, es lograr conservar todos aquellos procesos asociados a la existencia de los ecosistemas en su estado natural.

La estabilidad está en riesgo

Hoy en día, las diversas amenazas a los ecosistemas sobre la tierra han sido ampliamente estudiadas. Los investigadores han destacado los acelerados cambios atmosféricos generados por el aumento de los niveles de dióxido de carbono industrial, la alta tasa de fragmentación de hábitat y la polución, entre otros factores antropogénicos. Tales alteraciones han tenido serias repercusiones sobre las especies y los factores que mantienen y equilibran los ecosistemas. Las consecuencias son tan serias que se postula que pronto evidenciaremos un cambio abrupto en la biósfera tal cual la conocemos (Barnosky, 2012), con una sexta extinción masiva como consecuencia (Ceballos, 2015).

Como todo proceso evolutivo, ante determinados cambios en un ecosistema, es esperable que varias especies no logren adaptarse a las nuevas condiciones ambientales. Así, existe una tasa esperada de extinción considerada “natural”. No obstante, su estimación para los últimos 100 años muestra que las tasas de extinción actual de diferentes grupos de especies sobrepasan en varios órdenes de magnitud lo esperado (International Union for Conservation of Nature Red List, 2018).

Se espera que aumenten estas cifras a medida que se recopile más información de las especies que están presentes en nuestro planeta. Y es que hoy en día, a pesar de todos los esfuerzos, tan sólo el 2% de las especies han sido evaluadas: la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN, por sus siglas en inglés) ha logrado levantar información para 170 mil de las 8.5 millones de especies que se estima que existen hoy en día. De este número, el 28% se encuentra amenazado de extinción. Para aquellos grupos de animales que se han evaluado en su totalidad, como los mamíferos, el número de especies amenazadas sobrepasa el 25%. Esto significa un aumento por sobre el 55% con respecto a su tasa esperada de extinción. Lo que resulta de gran alarma es que en algunos grupos en donde los censos recién comienzan, como los insectos (menos del 1% de las especies censadas), más del 30% de especies están amenazadas (Sanchez-Bayo F; Wyckhuys K.A.G, 2019).

Estas y otras cifras ponen en evidencia que los ecosistemas están perdiendo a tasas aceleradas los integrantes que sostienen sus procesos y señalan al humano como principal causante. ¿Será que nos hemos convertido en aquella especie dominante que acaparará todos los recursos del planeta para sí misma? Desde que el humano aprendió a utilizar la energía extra-metabólica de manera masiva –aquella que proviene de fuentes externas a su propio metabolismo, como gas, petróleo y carbón–, se ha gatillado la pérdida de biodiversidad a todas las escalas en el planeta. Lo que no es tan fácil determinar es que con esta pérdida, poco a poco nos estamos destruyendo a nosotros mismos: la teoría ecológica y evolutiva nos muestra que la existencia de una única especie dominante en el mundo no es factible para los ecosistemas del planeta.

Aún estamos a tiempo y poseemos el conocimiento suficiente no para reconstruir, sino para proteger el sistema natural que nos otorga la vida. Si queremos alcanzar la sostenibilidad de nuestra especie y del mundo tal como lo conocemos, entonces el mantenimiento de la biodiversidad es nuestra mejor respuesta. Admiremos la intrincada red de interacciones de los ecosistemas, producto de una larga historia evolutiva, y conservémosla. Sólo así podremos vivir el tiempo necesario para ver si, algún día, podremos entenderla.

Bibliografía: 

Archibald, J. (2014). One Plus One Equals One: Symbiosis and the Evolution of Complex Life. New York: Oxford University Press.

Barnosky et al. (2012). Approaching a state shift in earth’s biosphere. Nature, 486(7401): 52-58.

Brown et al. (2004). Toward a metabolic theory of ecology. Ecology, 85(7): 1771-1789.

Ceballos et al. (2015). Accelerated modern human–induced species losses: Entering the sixth mass extinction. Science Advances, 1(5): 1-5.

Darwin C (1859). On the origin of species by means of natural selection, or preservation of favoured races in the struggle for life. London: John Murray.

Dodd et al. (2017). Evidence for early life in Earth’s oldest hydrothermal vent precipitates. Nature, 543(7643): 60-64.

IUCN. International Union for Conservation of Nature Red List (2018).

Margulis, L. (1967). On the origin of mitosing cells. Journal Theoretical Biology 14: 225-274.

Sanchez-Bayo F, Wyckhuys K.A.G. (2019). Worldwide decline of the entomofauna: A review of its drivers. Biological Conservation 232: 8-27.

Ulanowicz, R. (1980) An Hypothesis on the Development of Natural Communities. Journal of Theoretical Biology, 85(2): 223-245.