El saqueo es peor que la sequía

Me despidieron de la revista Mecenas a la misma hora en que murió don Isidro, por plomo y por sed en partes iguales. A causa de la rabia o la necesidad -quizás ambas-, ese día nació, en mi cabeza, este portal. Hoy se materializa y lo inauguro contando la historia de don Isidro, que contiene una dosis de la mía.

Sobre Radares Verdes

A don Isidro, cuya historia me condujo a la independencia.

Primero fue el racionamiento

Los Pronunciamientos del Agua empezaron un día de calor intenso, a eso de las catorce horas. Estábamos en la franja de resguardo a la sombra, entre las diez de la mañana y las cuatro de la tarde, pero mi jefe quería una tajada de la primicia y me mandó, junto al fotógrafo, a una rueda de prensa que se avisó con estrecho margen de tiempo. Era un tema escabroso y el gabinete quería la menor cantidad de preguntas posible, aunque las fuentes se anticiparon y hubo periodistas por doquier. 

El despacho presidencial quedaba a dos cuadras de las instalaciones de la revista, pero Felipe no quiso correr el riesgo de ir caminando. Yo tampoco, así que nos fuimos en el carro. Llegamos y me ubiqué lo más cerca que pude, quedé como a tres metros de distancia del atril. Felipe alternó, como le fue posible, ángulos de captura. El sitio estaba atestado y ruidoso; después de esperar treinta minutos con la camisa empapada, salió la jefa de prensa e introdujo al presidente. El hombre se presentó con camisa blanca de manga corta y bermudas color crema. Seguro que los asesores de imagen se esforzaban por hacerlo lucir elegante, pero los cuarenta grados del exterior les ponían difícil el trabajo. La elegancia y el sofoco no son compatibles. 

© The Climate reality project

De un mandato de cuatro años, yo llevaba tres cubriendo la información de la presidencia. Sin embargo, nunca había visto al gobernante tan escaso de palabras, tan incómodo. Se limpiaba la frente cada tres minutos; al cabo de media hora ya le habían cambiado el pañuelo dos veces. Rodeos iban y venían, hasta que dio paso al núcleo del asunto: la limitación, a una hora al día, del suministro de agua potable para todos los ciudadanos del país. Los sanitarios, la única excepción a la regla, tendrían un tratamiento especial a partir de aguas grises. 

Hubo un silencio sepulcral de cinco segundos, roto por un estruendo de voces indescifrables. Los interrogantes de mis colegas eran absurdos, inclusive ridículos. Para ese día ya llevábamos dos años con hilos de agua, cada vez más finos, cayendo por los tubos de las cocinas y los baños. Cuando tuve la posibilidad de plantear una pregunta, quise saber hasta cuándo se prolongaría la medida. El presidente respondió, después de una breve pausa, que la decisión era irrevocable en el mediano plazo. Hubo otro alboroto con notas aún más agudas, y ahí Felipe y yo nos retiramos.

Mi jefe había visto todo por televisión. Me llamó a su oficina tan pronto me vio, para decirme que quería un nuevo reportaje sobre el Gran Río Lena. El último que había producido ponía el lente sobre las culturas ribereñas, pero el de esa ocasión se enfocaría en el estado del cuerpo de agua. En ese momento llamó a Felipe y nos dio instrucciones de viaje para el día siguiente.

Bombeo a punta

En la mañana tomamos un avión hasta la ciudad de San Juan y ahí seguimos por carretera en la camioneta del corresponsal local. Él, Eugenio, conocía bien el recorrido entre ascensos y descensos hasta llegar a la laguna Potán, el nacimiento del Gran Río Lena. Tardamos tres días, entre estadías en pueblos de montaña, hasta llegar al destino. 

La laguna, heredera del páramo con el mismo nombre, tenía mucha menos agua en comparación con la última vez que la había visitado. No obstante, seguía haciendo las veces de corazón hídrico del país, con la función de bombeo a punta. Algo apresaba al río en su camino al mar. El ecosistema albergaba poca flora. Únicamente conservaba la altura que lo caracterizaba y el aire fresco que solo la cima de las montañas atesoraba. Las especies de plantas locales habían languidecido ante el calor; les fue imposible adaptarse porque no habían nacido para los tiempos del aire turbio. 

La laguna, heredera del páramo con el mismo nombre, tenía mucha menos agua en comparación con la última vez que la había visitado. ©Red Charlie

Después fueron las duchas

Yo seguía en los linderos del Potán cuando surgió el segundo Pronunciamiento del Agua. Llegó una semana después del primero y lo cubrió la última periodista que se había sumado al equipo. En esa rueda de prensa el mandatario indicó que no esperaba tomar la decisión tan pronto, pero que la velocidad de la evaporación de la fuente había superado los cálculos de los expertos. De acuerdo a su comunicación, las duchas quedaban prohibidas en todas las viviendas, hoteles, centros deportivos y lugares que tuvieran una. No solo desaparecían como espacio de baño, sino como producto para el que se suspendía, de manera indefinida, su fabricación e instalación en cualquier tipo de infraestructura. 

El argumento del gobierno, naturalmente, no coincidía con lo que el equipo y yo estábamos atestiguando. Llamé a mi jefe, le advertí sobre la situación, pero él me dijo que me concentrara en el reportaje. Que solo le mandara material audiovisual, pues ya tenía a otros periodistas con la mira puesta en la sustentación técnica. 

Río adentro

Seguimos el recorrido por una carretera destartalada que bordeaba los setecientos kilómetros de la ribera occidental del Gran Lena. Al cabo de unas dos horas de camino hacia el norte, empezamos a ver, como si se tratara de un embudo, el decrecimiento del nivel del agua. En los márgenes del debilitado cuerpo hídrico se habían formado unos playones que sustituían al torrente y permitían cruzar el río caminando. En algunos tramos había cementerios de peces y uno que otro cadáver de vaca.

A medida que avanzábamos, el canal de agua se iba adelgazando y oscureciendo. Del color de la transparencia, pasó al tono de las cenizas y de éste a un rojizo oxidado. Casi todo el río se podía bordear hasta su desembocadura, a excepción de unos puntos atravesados por municipalidades en las que era obligatoria la parada. Uno de esos, precisamente, era mi pueblo de nacimiento: Aguacatal. El nombre, sin sentido, se mantenía por la inercia de la tradición. La escasez de agua arrasó los árboles de aguacate, que una década atrás habían dejado de seguirle el ritmo a las exportaciones. 

©Pawel Czerwinski
©misanimales

Espuma lechosa en Aguacatal 

Veinte años atrás, mi familia se había mudado a la ciudad más cercana y yo no visitaba el pueblo desde entonces. Lo encontré opaco, denso, con una polvareda que sugería territorios desérticos. Me sorprendió no ver ni a un solo niño, pues en mi infancia no cabían en el polideportivo. Todo estaba cambiado, la plaza central, por ejemplo, ya no existía. La habían convertido en un pozo gigante del que los habitantes, según me dijeron después, sacaban agua con cubetas todos los días. 

Me presenté al primer grupo de vecinos que vi, les hice un par de preguntas para tantear el terreno y empezamos a grabar la conversación. 

—Aquí en lo de siempre, sacando la ración de agua que nos corresponde —contestó el primero de los señores.

—¿Cómo es su nombre? —pregunté.

—Isidro Casas Rey, líder ambiental, para servirle. 

Cuando el señor dijo su nombre se me vino a la cabeza Arturo Casas, mi compañero de la escuela General Lucrecio Salazar. Reviví los juguetes de madera que nos hacía su papá, cuando íbamos en las tardes de vacaciones a su casa. 

—¿Es usted el padre de Arturo? Don Isidro, estudié la primaria con su hijo mayor. ¡Qué gusto volver a verlo! 

—Ah, Luis Arriaga, de los Arriaga Franco, ¡claro! No lo reconocí. ¿Qué lo trae por acá? ¿Cómo está su familia?

Conversamos un buen rato, le presenté al equipo y le conté lo del reportaje. Cuando le hablé de los Pronunciamientos se cogió la cabeza, se quitó el sombrero, que usó como abanico, y luego soportó su mandíbula con la mano. Dijo que no habían avisado nada en el pueblo y que no sabía qué harían de ahí en adelante. Contó que hasta la fecha estaban recibiendo un balde diario por persona, del agua filtrada que les suministraba la mina Fine Metals Corporation. Ésta, por concesión nacional, llevaba diecisiete años en el territorio y aún le restaban diez más. 

Cuando le pregunté por el río y le dije lo que había visto en el camino, indicó que el problema empezaba en Aguacatal, porque el agua corría dentro del espacio de explotación de la mina y la estaban desviando.

—Ellos dicen que no, que todo está en orden, que las auditorias hablan por sí solas. Pero nosotros, que vamos vereda adentro, alcanzamos a ver el muro fluvial que reconduce por lo menos la mitad del agua hacia las instalaciones de la multinacional —dijo—. Ahí empieza el cuello de botella, yo le diría que por lo que se ve aquí, ese río no alcanza a llegar al mar. 

—Don Isidro, ¿ustedes han hecho las denuncias en la alcaldía? —preguntó Felipe.

—Es pan de cada día, les hemos llevado hasta fotos y videos, pero no resuelven nada. Para contentarnos llevan un camión repartidor, y nos dan un par de cubetas más cada que nos quejamos. Además, ¡esa agua nos está enfermando! Preste atención, hace dos años hubo veinticuatro casos de aborto espontáneo en un mismo barrio y cinco de malformación fetal. Esas pobres criaturas no llegaron ni al año. Luto permanente en este pueblo… Nosotros los viejos, con el estómago adolorido y las articulaciones que no nos soportan ni el peso.

Le pedí a Isidro que nos llevara al sitio de avistamiento del tabique de contención, al que llegamos después de caminar cerca de hora y media en sentido sur. Efectivamente, se veía claro el trozo de concreto que desviaba el agua, así como, metros río abajo, una vertiente de salida que conectaba con las instalaciones de la mina. El desagüe era fino, nada abundante, pero expulsaba un líquido lechoso y rebosante de espuma. No pudimos caminar más por esa zona, pues nos topamos con la cerca y un letrero que advertía: Precaución, zona minera. De todas formas, logramos capturar, gracias al dron, un cráter escalonado con tajaduras que descubrían la médula de la montaña. 

Veinte años atrás, mi familia se había mudado a la ciudad más cercana y yo no visitaba el pueblo desde entonces. ©Pawel Czerwinski

Inclemencia

Cuando regresamos al centro del pueblo llamé a mi jefe y le conté lo que habíamos constatado. Él, con notorio interés, me dijo que no podíamos esperar hasta que el reportaje estuviera listo, que le mandara lo que tuviera preparado, textual y audiovisual, para publicarlo con urgencia en la plataforma web. Esa noche nos fuimos a un hostal y trabajamos al filo de la madrugada. Felipe en los vídeos y en las fotos, Eugenio y yo en la pieza escrita. Sobre las cuatro de la mañana enviamos todo, en las oficinas editaron el material y a las siete en punto ya estaba en difusión. El jefe nos dio luz verde para continuar con la investigación. 

A lo largo del día hicimos más entrevistas, incluida la del colectivo que Isidro lideraba. Éste nos recibió con una pancarta que rezaba: el saqueo es peor que la sequía. En la noche estuvimos puliendo el trabajo de la jornada, para enviarlo a primera hora, aunque la llamada del jefe se nos adelantó. 

Con evidente irritación, él no sabía cómo empezar. Dio vueltas por las ramas de la conversación, hasta que anunció que el Ministerio de Información acababa de cancelarle a la revista todos los recursos de financiación del año. Como al medio lo sostenía el incentivo a los proyectos independientes del Estado, todos fuimos despedidos, incluido el editor. 

Pusimos los computadores y las cámaras a un lado, ninguno de los tres quiso romper el silencio. De eso se encargó Clemencia, la esposa de Isidro, cuando subió las escaleras del hostal. Golpeó la puerta con sollozos y nos avisó que Isidro estaba muerto. Felipe, Eugenio y yo, sin saber con qué propósito, la seguimos corriendo hasta su casa. 

En ese instante nació Radares Verdes, un rincón en el que mi pluma pretende devolver las palabras a las voces, aún deshidratadas, del plomo. Bienvenidos.