“El Primate que cambió al mundo”: una reflexión sobre el libro de Alex Richter-Boix

Hasta hace poco se creía que el inicio de Homo sapiens fue en Etiopía, pero según un estudio publicado en 2019 en la revista Nature, el verdadero origen del hombre moderno fue en el sur de África hace 200.000 años. Esa región, hoy árida, era en ese entonces una zona con sistemas lacustres que daba las condiciones ideales para que estuviera llena de vida. Desde aquella época, migraciones de poblaciones humanas fueron conquistando todo el continente y hace aproximadamente 70.000 años, una parte salió de África para conquistar el mundo. A partir de ahí, hemos moldeado el planeta a nuestro antojo. Una habilidad que sin duda deriva de nuestra capacidad creativa, pero nos hemos encaminado a una necesidad permanente de buscar una mejoría que es, sin duda, egoísta y a veces, arriesgada.
Portada de El Primate que Cambió el Mundo de Alex Richter-Boix.

La mayoría de las decisiones que hoy tienen consecuencias negativas en nuestro planeta ha sido pensada desde fuera del entorno multiespecie al que realmente pertenecemos. Un espacio donde la diversidad es tan grande que ni siquiera la podemos imaginar, pero donde todo está conectado en un sistema cíclico que le permite mantenerse en equilibrio si, y solo si, cada organismo vivo regresa a la naturaleza lo mismo (en proporción) de lo que obtiene de ella. Aunque hay una aparente conciencia de eso, seguimos buscando recursos sin medida que resulta en una forma arriesgada de vivir. “Nos da pereza cambiar o romper con la inercia; es más fácil seguir agotando los recursos que modificar nuestra conducta” escribe Alex Richter-Boix en su libro El primate que cambió al mundo.

Es fácil adivinar con el título de su obra que el primate al que se refiere somos los seres humanos y leer su libro genera una combinación peculiar entre impresión y curiosidad. El autor dibuja una ruta cronológica de los cambios que han ocurrido desde que las poblaciones humanas empezaron a habitar espacios que, en algún momento, se pensaron inhabitables. Alex Richter-Boix nos hace reflexionar a partir de un estilo autobiográfico del ser humano para entender mejor nuestro propio comportamiento. Al final, conocer nuestra historia quizás, nos permita elegir un camino en alianza con la naturaleza de la que somos parte, sin prolongar los daños e intentar convertirnos en una generación de personas comprometidas, que promovieron un cambio positivo tanto para nosotros como para todos los organismos con los que convivimos.

“Conocer nuestra historia quizás, nos permita elegir un camino en alianza con la naturaleza de la que somos parte”.

Nos hemos acostumbrado a escuchar y leer sobre los efectos que el ser humano ha causado en el planeta a partir de la revolución industrial en 1850, pero nuestra historia de cambios se remonta a tiempos inmemoriales. Por ejemplo, el autor describe cómo durante el Pleistoceno empezó la deconstrucción del lobo, que dio cabida al perro para llegar a convivir con una especie más dócil a la que hicieron más sensible a los modos humanos de comunicación y comportamiento emocional. Una acción brillante sin duda, que hoy en día nos permite disfrutar de la compañía de una especie con la que nos sentimos compatibles y con quienes construimos lazos emocionales que perduran en el tiempo. Sin embargo, esta misma acción derivó en un sentimiento de temor hacia aquellos lobos que no se amansaron, y que hoy, son objeto de persecución porque los consideramos potencialmente peligrosos hasta el límite de creer que “invaden nuestro espacio” aunque la realidad es que ellos estuvieron ahí en primer lugar. Pensamos que tenemos el derecho de desplazar especies cuya presencia nos incomoda y “desaprendimos” a convivir con ellos. Desaprendimos a convivir con algunas especies, a la vez que inventamos una convivencia noble con otras de las cuales sacamos beneficios. 

“Las consecuencias de no valorar y proteger la verdadera abundancia eventualmente nos afectará a todos”. ©Paula Terán Ospina.

Hoy en día, la introducción de especies a lugares donde no pertenecen es una de las principales causas de la pérdida de la biodiversidad desde el momento en que se convierten en invasoras y acaban con los recursos que necesitan aquellos organismos que viven allí desde mucho antes. Hace 12.000 años, inició la diversificación genética de los cereales y nuestra dependencia con ellos desde aquella época en la que el pan se convirtió en el alimento esencial para los seres humanos, hoy en día -el 80% de la población mundial lo consume-. Los campos de trigo avanzaron como marea para modificar el paisaje natural y Richter-Boix escribe que, “cambiamos el jardín del Edén para arar la tierra y sacar provecho de ciertos productos sin regresarle a la tierra algo de lo que nos ofrece”. Hoy, la alimentación de toda la población depende de la producción de alimentos en los campos agrícolas que se industrializaron, que traen consigo pérdida de biodiversidad y son responsables del 25% de las emisiones de dióxido de carbono. Un sistema caduco que bien puede ser reemplazado por uno más ecológico y a la vez productivo, que no afecte a la biodiversidad, que reduzca hasta en un 50% la contaminación y que nos permita alimentarnos de forma mucho más saludable. Incluso podríamos sembrar nuestros propios productos en casa o en el barrio. 

Luego, en la edad de Bronce, época en la que emergieron las ciudades, Richter-Boix cuenta acerca de poblaciones que empezaron a ganar terreno a los bosques y desde aquel entonces ya consumimos más de lo que los ecosistemas pueden producir. Se cambiaron los bosques para convertirlos en lugares “mejor aprovechados” o considerarlos producto infinito. El resultado fue que los romanos se quedaron sin madera y tenían que importarla del norte de África, mientras Egipto importaba madera de Siria y Líbano. Así, la sobreexplotación de recursos crea un desbalance ecológico y un efecto en dominó del cual evidenciamos un aprendizaje que es claro: la naturaleza es resiliente y se recupera, si y solo si, aprendemos a explotar los recursos de manera sostenible, dando espacio a la recuperación al regresar algo de lo que la naturaleza nos da a cambio.

El autor describe anécdotas de científicos que a inicios del siglo XIX empezaban a mencionar la extinción de especies como una realidad, en una época en la que aún se creía que tal cosa no podría ocurrir. Era un período influenciado por las ideas religiosas y se concebía a la naturaleza como un mundo infinito, eterno y constante. Reconocer que las especies podrían extinguirse era como aceptar que el sistema que pensaban –esto es, que todo había sido creado por un ser supremo– fuese imperfecto.

Hoy podemos reconocer que los recursos naturales se acaban. ©Paula Terán Ospina.

Ya no cabe preguntarse si esa forma de pensar sigue vigente, porque la respuesta tiene que ser no. Tenemos disponible mucha información para reconocer que la idea original de creer que los recursos naturales nunca se acabarán es inválida. Aunque hay quienes se han convencido que podemos dominar al resto de los organismos, hay otros que reconocemos ser parte de un ecosistema, donde estamos lejos de ser protagonistas. Dependemos de todas las especies vivas en los ecosistemas y curiosamente, ninguna de ellas depende de nuestra presencia. 

Richter-Boix dice que “es imposible explicar la ecología de cualquier organismo sin considerar el efecto de nuestra especie sobre él”. Así, su recorrido por cada paso de la historia enfatiza que “es difícil tomar conciencia de la crisis ecológica que afrontamos cuando no sabemos de dónde venimos, cuando desconocemos el mundo que había antes” Por eso, su libro puede ayudar a reconocernos como seres de cambio, creativos. Es una invitación a usar esa capacidad desde nuestra conexión con la naturaleza y no desde la individualidad.

“Es difícil tomar conciencia de la crisis ecológica que afrontamos cuando no sabemos de dónde venimos, cuando desconocemos el mundo que había antes”

Alex Richter-Boix

Imagen de portada: ©Paula Terán Ospina.