De la ciudad al campo: crónica de un tránsito y la búsqueda por reconectar con la naturaleza

Si alguna vez has soñado con despertar con el sonido de los pájaros en lugar de las bocinas y si la idea de cultivar tu propio alimento está rondando por tu cabeza hace algún tiempo, te invito a acompañarme en este viaje íntimo de redescubrimiento y transformación. Con mi familia pasamos desde la agitada vida urbana, a la serenidad de la vida en un entorno rural. Este no es solo un relato sobre la ventaja de mudarse de lugar, sino también sobre las dificultades y las transformaciones que implica el proceso. Si estás considerando hacer esta transición, este relato es para ti. Y si ya lo hiciste, seguro que en algo te reflejarás.
Los primeros años en Brasil, comenzaron a levantar un proyecto familiar que contemplaba comenzar desde cero y avanzar en el camino de la autosustentabilidad, cuenta Paula. ©Paula Rosales

Mi nombre es Paula Rosales, nací en la ciudad de Los Ángeles en Chile y allí viví mis primeros años de infancia. Luego ya más grande, con mi familia nos fuimos a vivir a Mendoza Argentina, después a Concepción y terminamos en Santiago, donde concluí los años de enseñanza media, mis estudios de agronomía y ejercí los primeros años laborales. Cuando vivía en Santiago, conocí a quien hoy es mi marido y nos fuimos a vivir a la precordillera en la comuna de La Florida. Ahí fue donde comenzamos a agrandar la familia y, por mi parte, a trabajar con agricultura urbana. Luego de unos 10 años de vivir entre la precordillera y la ciudad, se comenzó a gestar en nosotros una cierta inquietud con respecto a la vida agitada y comenzamos a sentir un impulso por llevar una vida más simple y en conexión profunda con la naturaleza. Así fue como por esas cosas de la vida, hace unos 6 años atrás, junto a mi marido y los tres hijos pequeños que teníamos en ese entonces (ahora son 4 con un brasilerito incluido), salimos de Santiago y nos vinimos a vivir al noreste de Brasil, una zona bien rural de mata atlántica junto a un pueblo playero llamado Pipa.

Los primeros años en Brasil, con mucha energía y entusiasmo, comenzamos a hacer todo para levantar un proyecto familiar que contemplaba comenzar desde cero y avanzar en el camino de la autosustentabilidad. Partimos por construir la casa nosotros mismos con tan solo la ayuda de un par de maestros. Comenzamos luego con el cultivo de nuestro alimento y montamos un vivero para la reproducción de especies, además de criar gallinas, peces, conejos, etc. Vivir insertos en la naturaleza es lo más hermoso que nos ha sucedido en la vida, nos encanta estar lejos del ruido de la ciudad, oler a tierra, despertarnos con los pajaritos, ver a los monos saltar de un árbol a otro y producir buena parte de nuestros alimentos; mangos, bananas, batatas, piñas y verduras son abundancia de cada día, sin duda ha sido una de las mejores decisiones que hemos tomado como familia.

La familia de Paula comenzó a cultivar su propio alimento, montando un vivero para la reproducción de especies. ©Josefina Banfi
También empezaron a criar gallinas, peces y conejos. ©Josefina Banfi

Sin embargo, como todo en esta vida, existen sus bemoles. Después de 4 años de vivir en la selva y con un dejo de soledad, nos comenzamos a cuestionar algunas cosas. Por una parte, los traslados desde la casa a la escuela de los chicos cada día eran más frecuentes. Ellos comenzaron a crecer y su necesidad de socializar más con otros niños y menos con los monos, comenzó a aumentar. Normalmente los traslados son el gran costo de vivir en el campo y en nuestro caso son viajes de 25 minutos por un camino un tanto aventurero, multiplicados por 4 o incluso más veces al día. Por otra parte, todas las labores propias de un campo relacionadas a nuestra eterna construcción (siempre estamos haciéndole algo a la casa), el cuidado de los animales, el cultivo de la tierra, el vivero, y otras actividades, son un trabajo no menor de cada día. La suma de todo, fue demasiado para una sola familia, nos cansamos. Aunque tenemos la certeza de que la solución es volver a inspirarnos en la naturaleza.

El hogar construído en el campo. ©Paula Rosales

Inspiración en la naturaleza

Los bosques son un conjunto de especies del reino vegetal, animal, fungi, protista y monera. Así, árboles de gran altura, otros de altura media, arbustos, plantas trepadoras, plantas herbáceas, hongos sobre y bajo el suelo, especies rastreras, microorganismos, lombrices, insectos e innumerables especies conviven e interactúan en un sistema complejo y organizado. Los bosques son un verdadero ejemplo de convivencia y colaboración entre las especies. Investigaciones de Suzanne Simard han demostrado que los árboles y las plantas se comunican entre sí y son capaces de ayudar unos a otros; lo hacen por medio de una compleja y simbiótica red de hongos llamados micorrizas (mico=hongo, riza=raíz) que se unen a las raíces y forman algo así como una red de wi-fi bajo suelo que logra conectar a todos los individuos de un ecosistema. A través de ella se pasan recursos vitales como son el nitrógeno, carbono, agua y fósforo, al mismo tiempo de entregarse información más compleja que les permite alertar ante posibles peligros e incluso ayudarse entre sí con el traspaso de energía y alimentos cuando uno se encuentra en condiciones desfavorables.

Simard sostiene que un bosque tiene más resiliencia al funcionar como comunidad, existiendo sinergias entre sus interacciones. Un bosque con conexiones entrelazadas por el suelo, tiene la capacidad de colaborar y de ser más fuerte. En ellos cada individuo tiene un rol importante e incluso funcionan de manera jerárquica, donde circula mucha inteligencia y sabiduría. Cuando un árbol madre va a morir, acelera la transferencia de carbono a sus árboles más pequeños y a otros árboles vecinos, dirigiendo esa energía a ciertos individuos dentro de su comunidad.

“Nuestra organización social actual es opuesta a la de los bosques, tiende a ser más individualista y egocentrista, donde cada uno se mira a sí mismo”.

Nuestra organización social actual es opuesta a la de los bosques, tiende a ser de modo individualista y egocentrista, donde cada uno se mira a sí mismo y cuando miramos al otro, tendemos a hacerlo para juzgar. Una sociedad en la que nos han enseñado a que el otro significa competencia, que tener dominio y control es el modo de hacernos sentir seguros y poderosos, que nosotros estamos por sobre todas las otras especies y que la naturaleza nos pertenece al punto de destruirla a nuestro paso. Nos tienen convencidos de que con dinero se puede conseguir todo, y que el éxito personal se debe ver reflejado en la economía. Estamos viviendo una soledad desoladora como seres humanos. Así, por ejemplo, las mujeres maternamos solas y no en tribus como antes, la ciudad está repleta de autos con cinco asientos, pero solo uno de ellos va ocupado, ni mencionar los celulares y la adicción que tenemos a estar en una pantalla sin interactuar con los que tenemos a nuestro alrededor, el valor de las familias y tradiciones familiares se está desvaneciendo. Lo cierto es que no podemos seguir así, debemos comenzar a unirnos y así fortalecernos para avanzar por un camino en el que podamos mirar al prójimo como una parte de nosotros mismos. La sabiduría de los bosques nos lleva una ventaja de más de 400 millones de años de existencia y como seres inteligentes debiéramos imitarla. En lo personal llevo años inspirándome en ellos para hacer agricultura, estoy convencida que mientras más nos inspiramos en la manera en que funciona un bosque más nos acercamos a una agricultura sostenible. El asunto es que aún nos falta mucho por aprender para llevar esta práctica a nuestra vida cotidiana.

©Josefina Banfi
Necesitamos volver a las comunidades, donde nuestros vecinos y amigos sean la verdadera extensión de la familia. ©Paula Rosales

Volver a la comunidad

Lo que quisiera transmitir con este relato, es que necesitamos volver a las comunidades, donde nuestros vecinos y amigos sean la verdadera extensión de la familia, donde los niños se críen como si fueran una manada, necesitamos volver a confiar en la sabiduría de nuestros ancestros, debemos recuperar el sentido de educar para que cada ser logre saber quién es y cuál es su propósito, ya que desde ese lugar no existe la competencia y solo queda espacio para la entrega y la colaboración. Nos debemos esforzar en volver a conectar con lo que nos rodea; escuelas, mercados, almacenes, costureras, zapateros, productores de leche, de verduras, de queso. Debemos reducir nuestra dependencia a las grandes industrias para así transformarnos en organizaciones sociales respetuosas, colaborativas, fuertes y resilientes.

Si lo llevamos a nuestra vida en el campo, quizás una familia se puede encargar de criar las gallinas, otra ser la que cultive la tierra, alguien puede velar por la salud de todos, otros pueden dedicarse a hacer el queso y el pan. En turnos se puede llevar y traer a los niños de la escuela (eso, si la escuela no se gesta en el mismo lugar). Un lugar que sea creado en comunidad es un espacio en el que todos trabajan, pero al mismo tiempo todos disfrutan enormemente. Por supuesto que organizarse de este modo no es nada fácil, ya que requiere de mucha empatía, de esfuerzo y de querer profundamente confiar, dar y recibir de los otros. Debemos desaprender el cómo nos han educado para la individualidad y reaprender a vivir en comunidad. No es un camino fácil, pero confío en que sí es la manera de cambiar este mundo, y que pequeñas prácticas cotidianas nos pueden llevar por este nuevo, y al mismo tiempo tan antiguo sendero de vida.

Hoy Paula y su familia viven en un pueblo cercano al campo, continuan cuidando del bosque de alimentos que han construido. ©Josefina Banfi

Nosotros por acá, mientras vivimos en el pueblo cercano a nuestro adorado campo, seguimos cuidando del bosque de alimentos que estamos cultivando y forjando para que nuestra comunidad se comience a formar. La era del individualismo ya quedó atrás, y como siempre, es la naturaleza la que nos muestra hacia dónde debemos avanzar. Por último, me parece interesante mencionar que ya existen muchos lugares que se organizan así; se conocen como ecoaldeas, aldeas ecológicas o ecovillas, donde se crean organizaciones sociales sostenibles que buscan un alto grado de autonomía y de resiliencia para la vida. Incluso existen iniciativas urbanas con este componente comunitario, a los que se les conoce como ecobarrios. Para más información puedes buscar en la web la Red Global de Ecoaldeas.

©Paula Rosales

Imagen de Portada: Playa de Pipa. ©Paula Rosales