Costa Rica: luciérnagas para la conservación

Leí por ahí que el planeta no necesita que lo salvemos, en realidad los que tienen que salvarse somos nosotros. Salvarnos de nosotros mismos, de esa manera de ser humanos que al parecer ya no es sostenible.

Julio 2023 y, como en una olla a presión, se prenden las alarmas con la afirmación realizada por la ONU declarando el fin del calentamiento global y el inicio de la era de la Ebullición. La conservación se pintó con tintes políticos, y es que se refuerza el sentido de urgencia por implementar prácticas ágiles y contundentes para reducir la contaminación atmosférica, que a fin de cuentas, es tarea de las grandes industrias.

Me ha costado encontrar una definición concreta de conservación, pero creo que en Wikipedia pillé la pista que necesitaba para darme cuenta lo grande que pareciera quedarnos este poncho: Sobre conservar “mantener la salud del medioambiente, los hábitats y la biodiversidad”  apuntando principalmente a una “ética del uso de los recursos, así como su asignación y protección”; con eso en mente ahora me pregunto, ¿cómo aportar a tan grandiosa labor? La conservación se pone cuesta arriba cuando veo que pareciera estar reservada para esas personas que saben los nombres científicos de las cosas. Pero yo, que ni bióloga ni filántropa, ¿no puedo conservar? 

Considerando la complejidad del tema y que hay un reloj corriendo hace un buen rato, empecé una búsqueda personal por apartar la catástrofe paralizadora e intentar ampliar el significado de lo que es conservar. Con esa misión, pasamos los últimos 3 meses con Juan en territorio tico –nativos costarricenses–. Vivimos la naturaleza más salvaje, indagando sobre ¿qué tiene Costa Rica que lo hace el paraíso de la conservación?

Laguna en Parque Nacional Cerro Castillo, Chile. ©Jairo Gallegos
Paisaje selvático Costa Rica. ©Alenka Skvarc

Todo comenzó en enero, cuando visitamos el Parque Nacional Cerro Castillo, lugar prístino de nuestro país que cada día recibe más turistas, pero su creciente popularidad no se condice con la casi nula información entregada a los visitantes sobre los sistemas de higiene y manejo de residuos. Al ver personas lavando con detergente en el río y los muchos papeles blancos que –lejos de ser banderitas de  paz– marcaban el lugar exacto donde se colonizaba un nuevo baño, se me gatilló el llamado: sentí la urgencia por contribuir de alguna forma a la protección del medioambiente. 

De vuelta en Santiago la panza me lloraba renunciar a la oficina. Por primera vez la atendí a tiempo y me lancé un piscinazo del que no me arrepiento. Horas más tarde me llamó Juan: “Estoy hablando con un refugio de conservación y es probable que nos vayamos a Costa Rica”. Estaríamos 3 meses en el mismo lugar, pero la selva tenía preparados mejores planes para nosotros. 

Toma 1: 

En San José nos recibió nuestro amigo Marco, quien nos ayudó a tocar las puertas correctas durante todo el viaje y, junto a su familia, nos prepararon para convivir con animales venenosos y posibles escenas de narcotráfico. Con eso en mente, cargados con equipos y cámaras, nos subimos a la avioneta que nos llevaría a la costa Pacífico. 

En un ambiente extremadamente cálido y húmedo, sin más transporte que un par de bicis, un caimán viviendo en la laguna del patio delantero y sin luz por respeto a los animales; comenzaba nuestra aventura en las dependencias de un proyecto de conservación que, con altos estándares de sostenibilidad, resguardaba diversas especies de flora, fauna y funga. Fueron 45 noches de selva en las que un enorme cielo abierto era iluminado por luciérnagas. 

©Juan Croxatto

Max, Teo y Esteban conformaban el equipo de trabajadores. Macheteando hojas de banano infectadas, limpiando la laguna de algas invasoras y cuidando atentamente el sistema de compostaje, hacían de facilitadores del trabajo de la naturaleza. Para dicha suya, por primera vez llegaban latinos al refugio, así que entre chistes y risas, desde las cinco de la mañana nos enseñaban cariñosamente sobre permacultura y su poesía, nos regalaban frutas que llevaban desde sus casas y nos invitaban a compartir con sus familias. 

El creador de este proyecto es un hombre austríaco de 73 años, que sin saber una gota de español, dirigió la restauración de un territorio erosionado por monocultivo de arroz y en 6 años recuperó la densidad selvática propia del lugar. Estrictamente apegado a las reglas, apasionado por las ciencias naturales y conocedor del mundo, a ratos olvidaba su alto mando y como un niño chorreaba algo parecido al dolor de una vida solitaria y una historia que prefería no recordar

En sus palabras, “el proyecto del refugio buscaba hacer del ser humano un habilitador de los sistemas vivos, en vez de mantenerse como parásito”. Sin ánimos de criticar su propuesta, me daba la sensación de que para él los humanos éramos la criatura más nefasta de la naturaleza, pero su afán por seguir las reglas lo presionaba a crear un proyecto de conservación equilibrado. Con este buscaba no sólo el desarrollo medioambiental y económico, sino también social. Por lo que con nuestra llegada al refugio activó un proceso de vinculación con la comunidad más cercana. Así, durante 6 semanas compartí con los chicos del equipo de fútbol para diseñar sus uniformes, y pinté el mural del centro de reuniones junto a mujeres y niños que encontraban en esa labor un espacio de distensión y refugio. 

Pintando el mural. ©Sofía Correa

El problema fue que con el paso del tiempo algo empezó a oler algo raro con el director de orquesta: parecía que el proyecto de vinculación sólo existía para cumplir la checklist de la “ciencia de la conservación”. Sin embargo, esto no se trata sólo de ciencia. Tildaba con palabras despectivas a mis nuevos amigos y manchaba los almuerzos con tonos de superioridad colonialista al burlarse de las costumbres locales. Su silencio en las sesiones colectivas de pintura y su excéntrica fantasía de que los vecinos lo quisieran acribillar, sólo hacía que el proyecto de vinculación fuese lentamente arrojado por la borda de un buque sin pasajeros.  

Experimentamos un liderazgo individualista que, sumado a un fuerte hermetismo con la comunidad, hacía de esta una isla paradisíaca más que un proyecto de conservación. Además de hastiados del abuso de poder, el temor a sus impredecibles reacciones crecía como un jícaro gigante, por lo que decidimos irnos. Removidos emocionalmente, sabíamos que lo que sí habíamos logrado hacer era una red de personas que rebosaban solidaridad, empatía y colaboración.  Nuestro único amigo del lugar que tenía auto nos fue a buscar y, como si fuéramos familia, nos prestó su casa durante 7 días donde pudimos redefinir el viaje.

Con esta frase de James Gustave Speth, abogado y defensor ambiental estadounidense, cerrábamos la primera etapa de investigación:

“Solía pensar que los principales problemas ambientales eran la pérdida de biodiversidad, el colapso ecosistémico y el cambio climático. Pero me equivoqué. Los principales problemas ambientales son el egoísmo, la avaricia y la apatía. Y para lidiar con eso necesitamos una transformación espiritual y cultural. Y los científicos no sabemos cómo hacer eso”.

Toma 2

Fueron meses de preparación para llegar a ese lugar, y aunque salimos intoxicados, no pensamos nunca en tirar la esponja. Empezamos a ofrecer nuestros servicios de comunicación y encontramos una de las pocas iniciativas dirigida por ticos: la Fundación Costa Rica Wildlife. Hablamos con Patri, una de las fundadoras, quien cálidamente nos invitó a sumarnos a la gira de Seacow Conservation, el programa para la protección de manatíes. Éste se lleva a cabo en el Norte Caribe del país, en un lugar llamado Barra del Colorado.

Inserta en un Refugio Nacional de Vida Silvestre, la comunidad de Barra vive su rutina sobre pasarelas y botes, ya que existen regulaciones que protegen al ecosistema, por lo que han tenido que aprender a cohabitar con las diferentes especies de animales acuáticos como cocodrilos, anfibios y manatíes. A diferencia de la manera impositiva en que las autoridades se comunican, Costa Rica Wildlife ha logrado aliarse con las comunidades, ya que además de contribuir a la conservación de fauna en estados vulnerables, ponen al centro de sus programas las necesidades de las personas. 

Fueron días muy especiales, en los que trabajamos junto a un equipo de voluntarias conformado por 7 poderosas mujeres (desde biólogas hasta tatuadoras). Sofi, la bióloga encargada del proyecto, inició un programa educativo llamado Club Manatí, que involucra a los más jóvenes a participar en espacios de aprendizaje lúdicos, formando sentido de pertenencia y responsabilidad con el ecosistema que los rodea. Todavía me resuena su pegajosa canción sobre los manatíes, y es que mientras pintábamos el mural que pidió la comunidad, entrevistábamos a sus líderes, jugábamos con los niños y disfrutábamos con las chicas, entendimos que el concepto de conservación era mucho más amplio. Corroboramos la relevancia del factor social y entendimos que la factibilidad de conservar recae en la capacidad humana de relacionarse entre ellos y con el planeta. Con nuevas amigas y conocimientos, decidimos participar de una última iniciativa para sacar mejores conclusiones.

©Juan Croxatto

Toma 3

De vuelta en San José, Marco nos invitó a visitar el proyecto de la familia Salazar: el Santuario Ecológico de Monteverde. En pleno bosque nuboso, la historia de Monteverde se cuela entre sus árboles de ceiba y el canto de los pájaros campana. 

Cuando en 1948 se suprimió el ejército como institución permanente, una ola de pacifistas llegó a Costa Rica, entre ellos los cuáqueros norteamericanos, una comunidad religiosa con raíces en el cristianismo protestante, que promovían la honestidad, integridad y pureza. Ellos potenciaron la economía local y a su vez proporcionaron a la comunidad acceso a iniciativas conservacionistas. Fue así como muchas familias, comenzaron a construir sus vidas en torno al turismo ecológico, lo que les permitía cuidar la naturaleza y a su vez generar ingresos. 

La oferta de los Salazar no sólo comprende la conservación del ecosistema a través de un parque de 46 hectáreas de bosque de transición, sino también la conservación de su cultura a través de clases de cocina tradicional y rituales de café. 

La oferta de los Salazar no sólo comprende la conservación del ecosistema, sino también la conservación de su cultura. ©Juan Croxatto

Todo lo anterior lo dice internet. A mí lo que me caló el corazoncito y me traje a Chile en calidad de joya, es la conservación de sus relaciones. Aprendimos de ellos que la familia, en el amplio sentido de la palabra, merece la mayor inversión de tiempo y amor para lograr desarrollar vínculos sanos y personas que aporten a las dinámicas relacionales. Agradecidos por nuestras colaboraciones para la difusión de su proyecto, demostraciones de cariño salían de esa olla deliciosa, y en la mesa sumaban dos puestos donde conversamos por horas. Los Salazar iban a recibirnos 4 días pero cuajamos lindo y al día 15 ya parecía hora de volver a Chile. Cayeron un par de lagrimones al despedirnos, y es que esta linda familia nos enseñó que para empezar a conservar no hay que saber de ciencia precisamente, ni vivir abrazado a un árbol, pero sí revalorizar los vínculos sociales para contribuir al destino del medioambiente.

En medio de la oscuridad de una crisis climática, la manera de relacionarse de los ticos basada en el diálogo, el respeto y la confianza, hace que, como luciérnagas, prendan luces que amplían el concepto de conservación. Endentiéndola no sólo como la acción de proteger aquello que aún queda vivo, sino también como el acto humano de dialogar y contribuir a un mejor paso por esta tierra. 

Monteverde. ©Sofía Correa

Imagen de Portada: ©Juan Croxatto