Vivimos un tiempo de alienación sin precedentes a nuestro contexto físico, natural y espiritual. Desconocemos el origen de lo que comemos e ignoramos el destino final de los bienes que consumimos. Por si fuera poco, vivimos en una exposición desbocada a estímulos culturales extranjeros.
Podría parecer extraño que en tiempo de paz los jóvenes aspiren a ser emigrantes. Desde el campo a la ciudad, y luego, desde la ciudad a otra ciudad más grande. En el peor de los casos, a mi entender, a ser emigrantes culturales que viven en su propio territorio. Esto llega al absurdo del desprecio o la destrucción de nuestro propio patrimonio arquitectónico y natural, a cambio de vacaciones en el extranjero para fotografiarnos con el patrimonio arquitectónico y natural de otros.
Este desarraigo con el territorio ha llevado, entre otras consecuencias, a una extinción masiva de especies y de ecosistemas, tanto a nivel local como global. Todos los días en Concepción, a vista y paciencia de muchos, y ante el avance inmobiliario, tiene lugar la extinción local de búhos y otras aves de humedal.
En este contexto, como grito desesperado, surge la pregunta existencial que cae al vacío ante la mirada absorta de las nuevas generaciones. ¿Quién soy? ¿Cuál es mi hogar? ¿Y de dónde vengo?
Es aquí donde el árbol nativo aparece como una respuesta o símbolo impertérrito de identidad individual y colectiva. El golpe seco de la madera en el bosque despiertan nuestros sentidos hacia nuestra corporalidad abandonada. El tronco del árbol configura una conexión física y, a la vez, profundamente mística con la tierra. Soy boldo, litre, arrayán, canelo, queule. Vocalizaciones que van configurando un hechizo. Conozco mi territorio, mi casa, a mis vecinos y entonces así, lentamente, me reconozco.
Una guía de campo es un directorio de seres y de nombres. ¿Cuál es la importancia de un nombre? Te podrás preguntar. Entonces puedes hacer el ejercicio de elegir un árbol y ponerle un nombre cualquiera: Arrayán Juan, por ejemplo. Y como diría El Principito de Saint-Expuéry, para ti ya nunca sería igual a los demás. Un nombre es una presentación, o bien, la posibilidad de una relación. Relación que este caso podría constituir un cambio de paradigma con consecuencias políticas, sociales y económicas profundas. Descubro que mi casa no termina en los límites de mi ventana, sino que soy parte de un contexto físico y espiritual que sustenta nuestra existencia
Esta guía es, por tanto, parte de un esfuerzo de la gente del Biobío y del Valle de la Mocha, en particular, por volver la mirada a nuestros pies y desde ahí reconocernos como ciudadanos globales.
El ecosistema del Biobío posee importancia como un lugar crítico para la conservación de la biodiversidad a nivel mundial debido a la amenaza que supone estar junto a grandes centros urbanos como Concepción y, por otro lado, debido a la gran variedad de especies endémicas que posee en su condición de ecotono entre el norte y sur de Chile. Su pasado como reserva de vida durante la última glaciación, cuando el hielo cubrió gran parte del sur de Chile, le otorgan una invaluable herencia genética progenitora de la selva valdiviana. Patrimonio que debemos incorporar a nuestra cultura local mediante esfuerzos como estos.
A través de esta guía pude reconocerme en el conjunto de especies forestales que conforman los ecosistemas del Biobío: esclerófilo, caducifolio, laurifolio. Los escenarios de mi vida: La precordillera de Chillán en otoño con suelos alfombrados color nothofagus. Los paseos a la playa en verano bajo la sombra de los boldos y peumos. O bien, las zapatillas con barro bajo las quilas, voqui y canelos de un arroyo internándose en la Cordillera de Nahuelbuta.
La bella ilustración de una cadena trófica, pero esta vez con actores locales, me recordaron que de niño reconocía a los leopardos de la sabana, pero no había oído nunca hablar acerca del travieso leopardus guigna que vivía detrás de mi casa. Conocía al zorrillo pero no al chingue, al hurón, pero no al quique, al sabio búho del Mago Merlin, pero no al observador tucúquere de Talcahuano, ni al curioso pequén de San Pedro de la Paz, al buitre inglés y no al fiel jote de cabeza negra. El flamenco del altiplano y no al mismo flamenco que habitaba bajo el puente Llacolén, sobre el Río Biobío, en temporada de invierno. La ballena orca vivía en California y no en Cobquecura. El pingüino vivía en la Antártida y no en Hualpén. El ciempiés, los escarabajos, sapos, culebras y mariposas se encontraba en el Amazonas, los alacranes en el Sahara y nada de eso había para mí en el Cerro Caracol.
Y me alegré de ver retratada a la Región del Biobío con sus cordilleras; uso de suelo; línea del borde costero; penínsulas y bahías; y a los ríos Itata, Ñuble, Biobío y Laja. Los verdaderos próceres de la vida en nuestro territorio, porque puede reconocer en estas formas mi patio trasero.
Tal como afirman los autores, este conocimiento surge como una trinchera de resistencia a la explotación irracional de los recursos naturales por parte de las industrias forestal y energética, impuesta la mayor parte del tiempo a nivel central y sin un contrapeso efectivo a nivel local.
Sí creo que existe una identidad común entre los habitantes de la tierra del Biobío y puedes comenzar a reconocerla en estas páginas.
*Guía desarrollada por Senderismo y Naturaleza Concepción. Ilustraciones por Cristian Toro.