María Sánchez (1989) vive desde hace tres años en una casa de campo, en una pequeña aldea de Galicia, en España. Es una zona de clima atlántico, abundante en vegetación y humedad, pero también con extensas plantaciones de pino, una especie no autóctona. Esa combinación, cuenta, ha provocado que durante los últimos meses se registraran incendios forestales que han afectado profundamente el territorio.
Al igual que su abuelo paterno, María es veterinaria. En su más reciente libro, Fuego la Sed (La Bella Varsovia), recupera el registro de lluvias que él llevaba, donde se evidencia la disminución progresiva de las precipitaciones. Las afectividades, los cambios acelerados por el cambio climático, la sequía y la necesidad de dejar una huella del territorio, son temas que atraviesan su obra. “Mis raíces están ahí, es mi territorio emocional”, expresa.

Endémico: ¿Qué es para ti ser una mujer que escribe desde y sobre la vida de campo?
María: Creo que me sentí quizá muy falta de esos referentes, de mujeres que escribieran desde el campo. Escribir un libro, publicarlo, para mí era una manera de decir, “oye, también se puede escribir desde aquí”, romper esos centros y discursos pues con las personas que somos del campo, que vivimos o venimos de un pueblo, discursos que son muy paternalistas, condescendientes y urbanocéntricos. Ser escritora desde aquí es un golpe sobre la mesa y un reclamo por el derecho a la lentitud. Me parece que es súper político y necesario escribir sobre cómo florece un árbol, cómo se trabaja una huerta, cómo se vive fuera de las grandes ciudades.
E: ¿Qué buscaste relevar sobre las narrativas de campo?
M: El ensayo Tierra de mujeres (Seix Barral, 2019), ha sido brutal, porque en todas las presentaciones —de sitios, familias e historias muy diferentes a la mía— ha habido dos frases que se han repetido muchísimo: “Este libro lo podría haber escrito yo” y “Has contado mi vida”. O sea, había esa orfandad y esa necesidad de sentirse reconocida y reconocido en un libro. Y luego, me cansaba esa romantización que siempre se hace de las personas que somos de origen rural, que somos pobres, analfabetas o violentas. Yo siempre digo que hay dos extremos: uno es Walden, de Thoreau, y el otro es Los santos inocentes, de Miguel Delibes.
Además, al haber estudiado en la universidad y no haber hecho carrera académica, estaba también muy cansada de ese hiperextractivismo que muchas veces se practica desde la academia. Yo, por ejemplo, que trabajo muchísimo con cabreras, pastores y ganaderos, veo cómo la academia vampiriza esos saberes en forma de tesis o publicaciones, y esas personas luego nunca aparecen con nombre ni apellido. Estaba cansada de que siempre fuésemos el sustrato para otro, pero nosotros nunca pudiésemos tener ese espacio para contarlo.
E: Has mencionado que una de tus búsquedas es reivindicar la lentitud, desafiando el vértigo que la vida capitalista impone. Cuéntame cómo eso se manifiesta en tu proceso creativo, en la manera que vas zurciendo tus relatos.
M: Creo que siempre, las personas que venimos de familias que viven en el campo, que estamos fuera de esos centros y esas grandes ciudades, es algo que tenemos muy interiorizado, pero no le hemos puesto palabras. Siempre en mi casa, estar guapa es, por ejemplo, tener salud, no que te hayas operado o que te hagas la uñas, por ponerte un ejemplo súper tonto. O algo que en mi casa se aprecia mucho es sentarnos todos a comer, conversar y saber de dónde viene la comida. La felicidad es poder salir, ir a la huerta, salir por setas y recolectar hierbas. Entonces, una no es consciente del privilegio y de la vida que le han dado hasta que llega a una ciudad y ves cómo consumimos todo. Ha sido parte de mi proceso darme cuenta de la suerte de haber nacido en una familia donde lo importante son cosas que están fuera de estos mecanismos que estamos hablando. Para mí es muy importante pelearlo, más en estos tiempos donde parece que la lentitud va a ser privilegio de las personas que tienen dinero. No va a ser un derecho para todos.
«Creo que necesitamos esas políticas que pongan la buena vida en el centro, y que se ruralicen las ciudades en el sentido de que hagamos zonas verdes, huertos urbanos en todos los colegios —no solo los privados—, salidas al campo para aprender con y siendo naturaleza».
E: ¿Cómo reconstruir comunidades, espacios presenciales cuando estamos tan mediados por la tecnología? Una comunidad que también sea crítica del modelo que devasta la naturaleza ¿Qué reflexión tienes en torno a eso?
M: Necesitamos políticas públicas que pongan la vida en el centro. O sea, no podemos hacer que las personas se sientan culpables porque no tienen tiempo para ir al mercado a comprar para cocinar, o porque no tienen tiempo para salir a caminar o ir a un parque. Hay estudios que muestran, por ejemplo, cómo las personas con menos recursos dentro de las ciudades viven en los sitios donde hay menos árboles y menos áreas verdes. Otros estudios demuestran que las personas que tienen más enfermedades relacionadas con la comida son quienes compran comida más barata: la industrial.
Vivimos en tiempos en los que ya no hay separación entre las horas de descanso y el trabajo, porque tenemos el correo en el celular, y es muy difícil defender eso y pelearlo, porque para muchos significa pagar una factura, y no te puedes permitir el privilegio de decir “chao, WhatsApp”. Entonces, creo que necesitamos esas políticas que pongan la buena vida en el centro, y que se ruralicen las ciudades en el sentido de que hagamos zonas verdes, huertos urbanos en todos los colegios —no solo los privados—, salidas al campo para aprender con y siendo naturaleza.
E: Fuego la Sed, tu último libro que llegó recientemente a Chile, atraviesa la memoria, el cambio climático, los afectos y la comunidad. Es muy iluminador desde la sensibilidad que plantea los cambios y las huellas que van quedando en el territorio. ¿Qué reflexión te gustaría impulsar desde estos poemas?
M: Me ha gustado mucho una palabra que has usado, que es iluminador, porque justamente es algo que quería lograr con este poemario. Nace de ver cómo el territorio en Andalucía, de donde es mi familia, donde teníamos las cabras, donde siempre ha habido pastoreo, ganadería extensiva, donde crecí y amé, que ha dejado de ser así por la falta de lluvia. Hay árboles que se secan, arroyos de los que no vuelve a aflorar agua. El sitio ha cambiado tanto que ya cuando era pequeña, escuchaba a mi padre y a mi abuelo decir que llovía cada vez menos. Las guardas del libro son los registros de lluvia de mi abuelo cada año. Para mí, el libro era una manera de volver a querer ese lugar del que yo soy y que, para mí, también es mi familia. Hay un árbol genealógico que son todos los animales que vivieron en ese trocito de tierra: una forma de volver a estar ahí, pero de otras maneras y con otros afectos.
E: En la imagen de portada, brotan plantas de las manos de una sacerdotisa…
M: Sí, es reimaginar el estigma no como una herida sino como un brote, con nosotras, porque llevamos las semillas para el mañana. El poemario tiene lugares oscuros, hay tristeza porque el cambio climático es una realidad, pero me daba mucho miedo que el libro me llevase a la inmovilización. Por eso, el último poema lleva a que tú también puedes plantar ese peral aunque no tengas un bebé, aunque no tengas una nieta, hay que seguir sembrando buenas sombras.
E: En la página 20, escribes estos versos:
“Serán otros
los que tengan que aprender
a leer nuestros huesos
las cenizas de los bosques
que fueron
un día
amplia y amable
sombra.”
¿Qué activó la literatura en ti para impulsarte a escribir desde la memoria?
M: Creo que esos dispositivos que se activan en mí para escribir vienen de afuera de los libros y también de otra pregunta que atravesó Fuego la sed en su escritura, pero que también me atraviesa mucho como ciudadana: ¿qué tipo de antepasada quiero ser para la gente del mañana?, ¿qué quiero dejar? Pensaba mucho en eso, en todo. Por ejemplo, en mi abuelo plantando esos árboles, como en El campesino de la trilogía de la fatiga de John Berger, que sabe que su hijo no se va a dedicar al campo, pero sigue plantando arbolitos para la gente del mañana. En ese tipo de herencia fuera de lo económico que dejamos: ¿qué tierras?, ¿qué sistemas?, ¿qué costumbres?, ¿qué semillas vamos a dejar?, ¿qué saberes vamos a dejar a las personas que vengan, más allá del linaje y de lo sanguíneo. En el libro el concepto de familia va más allá de lo humano y alcanza la tierra, los árboles, los animales.
E: Al final del libro escribes sobre los avistamientos de aves, ¿fueron todas las aves y pájaros que viste mientras escribías el libro?
M: Yo soy muy pajarera, me encanta ver los pájaros, pero no lo entiendo como una manera de consumo, porque hay muchos pajareros que se hacen una lista de pájaros y viajan por el mundo para tacharla a medida que los ven. Yo estoy muy en contra de eso. Es por el simple hecho de ver un pájaro y disfrutarlo, aunque muchas veces no sepa identificarlo: ya aprenderás. Entonces, sí, quería darle las gracias a esos pájaros porque me hacen tan feliz: el que se aparezcan en la ventana o que, de repente, voy caminando y se me cruce uno. Y quería, a modo de cerrar el libro, nombrar a todos ellos que acompañaron la escritura. Nombrarlos a todos ellos.

E: Y los reconociste todos…
M: Bueno, sí, porque he tenido la suerte de que a mi padre le encantan los pájaros. El libro que más me gusta, de mi vida, es la guía de pájaros de Peterson. Desde pequeña, siempre he ido con mi padre al campo, a estar en silencio, a escondernos, simplemente por ver los pájaros. Esa es otra cosa que siempre me enseñó mi padre: “Guarda el pájaro en tu cabeza y, cuando llegues a casa, lo buscas en la guía”. Entonces, fíjate qué bonito es tomarte el tiempo para esto. A mí me encanta eso de llegar, por ejemplo, con las plumas y, bueno, a lo mejor no soy capaz de adivinar de qué pájaro es, pero intento buscarlo, más allá de la solución fácil.
E: Mientras escribías Fuego la sed, ¿qué otros relatos comenzaron a abrirse en ti, que te gustaría seguir escribiendo?
M: No voy a hablar de mí como escritora, sino, quizás, decirte de lo que me gustaría que pudiésemos leer. Creo que es muy importante dignificar las voces y los saberes de las personas que no escriben, que no son escritoras, pero que escriben de otras maneras. Y pienso en el arte textil, en la cerámica, en todos esos saberes y haceres, en especial de las mujeres indígenas. Por ejemplo, hace poco estuve con una artista de Guatemala que se llama Marilyn Boror Bor, y ella me decía, porque hablábamos de nuestras abuelas, y yo dije que mi abuela era analfabeta, ella me respondió que depende para quién. Mi abuela sabía muchas cosas, aunque no supiese escribir ni leer. Y me encantó mucho esa manera de verlo, porque mi abuela, por ejemplo, no fue al colegio ni a la universidad, pero conservaba semillas de un año al otro, tenía un huerto de autosubsistencia, tenía un conocimiento que está más allá de los libros y la academia. Y a mí me gustaría que se redignificaran todos esos saberes.

Imagen de Portada: ©Jose González



