«He tratado de inventar nuevas flores,
nuevos astros, nuevas carnes, nuevos
idiomas».
Arthur Rimbaud, Una temporada en el
infierno.
Justamente, Flores para Nayjama (2025), del compositor boliviano Daniel Alvarez Veizaga es un jardín musical que está brotando mientras escribo estas líneas. De la forma más simple posible, podemos describir esta suite como un ramo de 13 flores musicales, las cuales vienen entrelazadas con versos inéditos de poetas bolivianos.
Es complicado para mí escribir este texto —que es reseña, manifiesto y profecía at the same time— por dos razones. A su manera, soy ‘juez y parte’ de este proyecto, ya que he brindado a la noble causa un par de versos y un pedacito de mi corazón. Pero, la razón que hace más difícil escribir estas líneas es que la suite todavía no se encuentra terminada. Generalmente se suelen reseñar obras que ya han sido completamente arrojadas al mar y a los tiburones, you know. La verdad es que nadie sabe a ciencia cierta el destino de las flores que serán, salvo el Tata Santiago y quizás las pasiones más recónditas del compositor. En mi tierna de juventud fui una tarotista afanada, prediciendo las fortunas, desgracias y (des)amores de mis clientes más asiduos. Esta vez no le voy a leer las cartas a la obra de Daniel Alvarez Veizaga, pero creo que es posible augurar lo que el jardín será a partir de las flores que ya existen y ya han sido ofrecidas al público.

Beligerantes como somos los bolivianos, la suite inicia con un t’inku, que se encarna en el rojo Carmín. La guitarra se coloca una montera y se alista para el combate, ¿Quién es su contendiente? Quizás se trata de su propia sombra, no lo sabemos. Después del desborde de violencia, sangre y pasión, las seis cuerdas se dan una vueltita por Buenos Aires para bailar el tango de Buganvilla. Al igual que la flor, la melodía deja a merced del viento sus pétalos-faldas mientras nos seduce con sus movimientos.
Dicen que algunos paceños hemos nacido con un hilo invisible que, sin importar cuanto lo intentemos, no nos deja separarnos por mucho tiempo de la hoyada. No conozco una danza que apele tan profundamente a las emociones andinas como lo hace la morenada, y por ello no me extraña ese retorno musical hacia tan prolífico género. En honor a las morenadas que nos han agitado el corazón es que se despliega Uva Negra. Con su traje de moreno y unas cervezas encima, la guitarra se lanza a bailar con nosotros, a hacernos balancear con sus poderosos pasos y acordes. Habrase visto una morenada compuesta enteramente para guitarra donde se danza con matraca incluida ¡Salud, seco! Pero también las flores se desplazan hacia lares orientales con el taquirari Urucú. Como si la noche tuviera memoria, la guitarra parece implorar tiernamente que el ser amado no se vaya a riesgo de apagarse el fogón. Entregadas completamente, las seis cuerdas le ofrecen su corazón, a merced de un dulce embrujo que hace de lo fugaz algo eterno.
Además del compositor-jardinero que ha cultivado estas cuatro flores, en este campo floral resaltan dos actores fundamentales: los poetas y el guitarrista intérprete. Este jardín cuenta con los versos de Miguel Carpio y los poetas/poetisas que se están sumando a este proyecto en curso. A lo largo de los versos que constituyen flores podemos encontrar pétalos de verso libre, pero también sonetos y otras estructuras. Demás está decir que cada voz poética es única, y que son sus chispas las que le dan a cada flor un brillo único ¿Acaso es posible pensar que una flor es más bella que las demás?
Una cualidad presente en todos los poemas que conforman esta suite es su agudeza para observar el revés del pétalo o, mejor dicho, para crearlo. Por supuesto, las notas y compases recién toman vida cuando alguien los interpreta, y quien mejor para esta tarea que el guitarrista Héctor Osaky. Estrenar una pieza es un honor, pero también una responsabilidad, sobre todo si un guitarrista se encuentra frente a trece ambiciosas flores que no solamente exigen una pulcra técnica y expertise, sino una profunda sensibilidad e ingenio. Es imposible que una partitura contenga la totalidad de la música ¿Se imaginan tener que construir sin referencias previas las intenciones y los fraseos de una pieza nueva? En ese sentido, interpretar una pieza también requiere de una vibrante creatividad y ternura. Creo que las Flores… no podrían estar en mejores manos que en las del maestro Héctor Osaky, y la cálida recepción de las personas que lo escuchan solamente confirma esto. Realmente esperamos que las flores se diseminen por muchos lares, que los colibríes las lleven lejos, que un gran número de guitarristas se animen a sumarlas a sus jardines musicales. Sin embargo, siempre será Héctor quien cosechó las flores por primera vez.
Como socióloga, lo primero que hice al escuchar las piezas de la suite es preguntarme cómo podía entenderla desde mi disciplina. La primera impresión que me evocó el jardín fue la noción de arte esquizofrénico acuñada por Frederic Jameson. Cuando Jameson piensa en el arte posmoderno en el marco de su cruda crítica hacia el capitalismo —que, de hecho, comparto— le incomoda el carácter fragmentado que asume el arte en estos tiempos. Así, analiza el poema “China” de Bob Perelman con el fin de ilustrar el gesto de parataxis, donde una acumulación aparentemente inconexa y discontinua de imágenes intentaba formar un todo, muy parecida a la fragmentación de la psique esquizofrénica. Como en el poema, si uno mira de lejos a las Flores…, parecen ser eso: un conjunto de flores aparentemente inconexas y disímiles que, sin embargo, juntas forman un jardín. Jameson creía que dicha fragmentación le había quitado el sentido al arte, dando lugar al ocaso de los afectos. Yo interpreto esto no como decadencia, sino como una oportunidad para descubrir matices/sensaciones/chispazos que transformen la experiencia de lo humano. A veces la familiaridad nos adormece, limitándonos a calificar la música de ‘fea’ o ‘bonita’ sin escucharla realmente ni permitirnos explorar afectos más allá de estas etiquetas.
Quizás lo posmoderno y la noción de arte esquizofrénico podrían funcionar como categorías aproximativas a la obra de Daniel, pero siendo completamente insuficientes para entenderla y disfrutarla. Estoy segura de que, si todavía existiera la cátedra de “Arte y Posmodernidad” en la Carrera de Filosofía, mi profesor también se desquiciaría con este jardín. A lo John Wilkins, las Flores… nos obligan a crear nuevas taxonomías para ellas, a rehuir de las salidas conceptuales fáciles y de las etiquetas sin significado. Aunque la obra de Daniel no sea arte esquizofrénico como tal, sin duda hay que estar un poco loco como para imaginar el punto exacto en el que un taquirari y un nocturno se dan un beso, o la metamorfosis que hace posible que las uvas negras tengan un soneto de matraca. Porque la locura y la genialidad son dos caras de la misma moneda —como en la balada de Piazzolla—.
A los sociólogos nos han educado para mirar siempre desde el presente, para desconfiar de las profecías, para no creernos adivinos ni futurólogos. También nos han enseñado que es necesario separar el sujeto del objeto que será analizado, que es necesario trazar esa frontera y jamás cruzarla. Pues bien, solamente por esta ocasión me permito romper las sagradas reglas de mi oficio y dejarme guiar por los aromas de este jardín.
A riesgo de equivocarme, puedo afirmar que estamos presenciando el surgimiento de un nuevo repertorio valiosísimo para la guitarra clásica nacional boliviana. En esta suite es simplemente fascinante la metamorfosis creativa de la que son protagonistas los géneros que pueblan nuestro universo sonoro folklórico: la morenada, el taquirari, el t’inku, entre otros. Casi tan emocionante como cuando nuestros grandes amores nos sorprenden con un nuevo apodo, con un beso furtivo o con un ramo de flores. Cuando pensábamos que no podíamos adorarlos más, ¡zas! nos demuestran que siempre es posible derramar más cariño, locura y pasión. Al mismo tiempo, junto a nuestras flores ‘nacionales’ también coexisten otros ritmos internacionales, como el tango, haciendo que las melodías y las raíces sonoras de otras geografías se entrelacen con las nuestras. Quizás, a diferencia de los seres humanos, las melodías no tienen fronteras ni dueños: pueden dejarse llevar por el viento y resonar libremente, como las semillas de los dientes de león.
Uno de los desbordes de originalidad de estas piezas se manifiesta en el universo de efectos sonoros que contienen, expandiendo las posibilidades de las seis cuerdas hasta límites espaciales insospechados ¿Acaso antes podíamos pensar en escuchar una matraca en un concierto de guitarra clásica? Pues bien, gracias al ingenio del compositor ahora es posible. Si ya el gran Alfredo Domínguez había inventado un mundo sonoro andino de efectos instrumentales, Daniel se encuentra expandiendo y profundizando el mismo. Empero, la creatividad desplegada en la guitarra va más allá de una colección de nuevos efectos; es ante todo una manera de mirar y relacionarse con nuestro folklore, de mixturarlo y de reinventar nuestros lenguajes de bandas, prestes y fiestas para que puedan existir en la guitarra sola, para la guitarra sola.
Estoy segura de que todos los guitarristas —grupo donde me incluyo en honor a mis años mozos— agradecemos tal halago a nuestro instrumento, pues no son muchos compositores los que colocan a las seis cuerdas en el centro de sus jardines. Más aún si existe una ausencia de composiciones para guitarra clásica en Bolivia; como si nuestra dependencia industrial se tradujese también en dependencia de productos culturales ¿Es que no somos capaces de componer una música desde nosotros y nuestros paisajes sonoros? ¿Cuándo daremos el salto de interpretar a componer, de reproducir a crear? ¿Acaso estamos condenados a ser la materia prima de compositores extranjeros por la eternidad? Sin negar la importancia y belleza de toda la tradición musical occidental, creo firmemente que debemos procurar producir mucha más música nuestra, que no solamente reinvente nuestros lenguajes, sino que pueda sentirse más cálida, familiar y auténtica para el público que nos escucha.

Me atrevo a decir que los músicos clásicos en Bolivia todavía siguen fracasando en llegar al gran público porque no han encontrado maneras de hacer más orgánico el puente entre la música nacional e internacional. En esta batalla parecen haber solamente dos caminos: el de aquellos más elitistas que, a lo sumo y con mucho disgusto, incluyen una pieza nacional al final de sus programas a modo de ‘postre’ para contentar al público, o aquellos que separan radicalmente sus programas en dos mundos, uno clásico y otro nacional. Quizás con la obra de Daniel estemos frente a un tercer sendero: crear música original que orgánicamente funcione como un puente entre lo nacional y lo extranjero, que reconcilie ambos mundos sin subsumir ninguno, que sea ch’ixi a su manera. Por supuesto, Alvarez Veizaga no es el primer compositor en intentar esta hazaña en Bolivia —él proviene de un largo linaje de compositores que ya lo ha estado haciendo: Caba, Sandi, Arce Sejas, Soriano, Suárez, Villalpando y tantos otros ilustres—, pero esperemos que no sea el último. Si es que los músicos clásicos renegamos tanto del panorama musical nacional, quizás debamos transformar el aparato cultural desde adentro; no con violencia, condescendencia ni superioridad, sino con un deseo genuino de regalarle nuevas flores musicales a nuestra gente y a nuestro país. Daniel y su linaje de compositores nos dejan un poderoso mensaje: Hay que bajarse del palco y ponerse a bailar morenada junto a la comparsa, pues.
Last but not least, creo que la cualidad más valiosa que tiene esta suite es que la tierra de su jardín se labra desde un encuentro entre la música y la poesía. En las Flores la poesía no es un mero adorno, es un pétalo y filamento orgánico de la misma flor. A través de la combinación entre música y poesía se crea una intersección entre dos lenguajes donde las metáforas y las melodías se amalgaman; donde no pueden danzar una sin la otra. En medio de todo este jardín se encuentra el ingenio de Daniel, quien además de componer toda música también ha escrito el soneto de Uva Negra. Es el músico que florece como poeta, también. Así, las Flores no solamente une dos mundos, sino que envuelve entre sus fragancias a poetas, músicos y oyentes.
«Creo que la cualidad más valiosa que tiene esta suite es que la tierra de su jardín se labra desde un encuentro entre la música y la poesía».
Por todas las virtudes que ya son tangibles en la suite: Flores para Nayjama —y por aquellas sorpresas que se cristalizarán en las siguientes piezas— es que considero fundamental seguir de cerca el curso de este proyecto artístico. Pocas son las oportunidades que nos permiten reinventar las flores (musicales) para darles nuevos sentidos, significados y afectos. En este mundo de la hiperconectividad y la hiperglobalización todo fluye muy rápido; como un río que nos arrastra sin permitirnos disfrutar de sus aguas. Creo que realmente pocas cosas son capaces de conmovernos y perdurar en la memoria ¿Qué es lo que diferencia aquello que se olvida de lo que permanece? Me parece que no hay una fórmula secreta o una única respuesta, pero creo que todas las experiencias trascendentales comparten algo en común: son cultivadas con chuyma –corazón–, son regaladas desde el corazón. Aunque me digan ‘cursi’, no me importa, definitivamente esta suite tiene chuyma y está siendo tejida laboriosamente desde el corazón de todos los poetas y músicos que son partícipes del proyecto.
Hace poco escuchaba una entrevista brindada por el maestro Osaky sobre las Flores, donde al final de la misma decía: “No sé cómo explicar esto; esto hay que vivirlo”. Pues bien, yo también voy a dejar que la emoción rebalse: Flores para Nayjama no se puede explicar, se tiene que vivir, se tiene que escuchar.
Sé que es arriesgado depositar tantas esperanzas y sueños en el futuro, sin embargo, ¿acaso no se siembran así los campos? Sobre los surcos del presente se lanzan una infinidad de semillas con la ilusión de que todas ellas germinen y nos alimenten después. Como los seres vivos que somos —tanto humanos como vegetales—, estamos sujetos a los caprichos del destino y de lo efímero. Nuestras vidas, al igual que las flores, se marchitan demasiado pronto ¡Breves como ellas solas! Empero, como los humanos obstinados que somos, nada nos impide declararle la guerra al tiempo cultivando resonancias, pétalos y versos que intenten ser eternos.
Sea cual fuere el destino de esta travesía, los invitamos a acompañarnos mientras escuchamos al jardín florecer.
La Paz/Chuquiago, 17 de abril de 2025
Imagen de Portada: ©Alekon Pictures