Compostar, una forma de cosechar paz

La composta no es un simple amasijo de desechos en descomposición, sino un espacio de revelaciones, donde lenguajes ocultos entrelazan diversidades y reconfiguran el tiempo. Al ser un proceso en el que los descomponedores convierten lo que parecía desperdicio en alimento fértil, más que acumulación, es una enseñanza de unión y asombro; un rito poderoso que fortalece nuestra conexión con lo venidero.

Creer

La creencia es un lazo invisible que nos conecta desde el subsuelo. De niña, la fe me ofreció abrigo y acceso a lo superior. De adulta, al perderla, me sentí huérfana. Mi culto no era sólo a un Dios, sino a una presencia que me sostenía más allá del dogma, extendiéndose en la vida que me rodeaba y alimentándome a través de mis sentidos. 

Recuerdo el lugar en el que crecí con solastalgia. Lo visualizo como un tiempo luminoso, envuelto en algo oscuro, cuando todo estaba quieto. Mi infancia transcurrió rodeada de diversidad natural. Aprendí a gatear sobre un suelo de tierra áspero, que me enseñó a moverme como una araña: alzando la cadera para evitar que las piedras lastimaran mis rodillas.

El lenguaje de mis creencias era la orografía de mi pueblo: San Ildefonso. El rito eran los juegos, las escapadas, las caminatas y la comida. Mi infancia fue libertad: correr a donde me diera la gana, treparme donde se me antojara, hacer del verdor, las flores y frutillas la comida de mis hijos imaginarios, inventarme guaridas debajo de las higueras y los ciruelos.

«La tierra que significó mi libertad, mi alimento y mi crecer, enfermó. La enfermedad no fue sólo de mi tierra, sino de toda la Tierra».

Creer depende de la fuerza del lazo, del hilo que nos conecta con lo comunitario, con la vida. ¿Qué le pasa a los árboles cuando el micelio que los une se daña, cuando se invade con cemento lo que antes era tierra fresca? La comunicación se rompe y poco a poco la creencia se debilita. Algunos árboles grandes, los más viejos, sobreviven, pues sus raíces descienden más al fondo, donde todavía son capaces de encontrar lo que necesitan. Los pequeños, en cambio, tienen menos posibilidades.

Los niños no describen mediante narrativas coherentes lo que les ocurre. Ahora que soy madre lo olvido con demasiada frecuencia. Sé, de cualquier modo, que mis preocupaciones infantiles no se debían únicamente a las historias de miedo que persistían entre mi comunidad. Lo que yo sentía era una angustia causada por la pérdida paulatina de mi entorno, una angustia que acallé con distracciones de todo tipo.

Irme del campo me quitó el problema de enfrente. Cada vez que regresaba, se me hacía un nudo en la garganta. Menos árboles, menos prados, menos tierra, más cemento y un calor agobiante, un calor como de estar enferma. La tierra que significó mi libertad, mi alimento y mi crecer, enfermó. La enfermedad no fue sólo de mi tierra, sino de toda la Tierra.

©Alexander Nedviga

Enfermar

La enfermedad conlleva desgaste y degradación. Puede ser paulatina o súbita. En cualquier caso, indica que algo —un comportamiento, un agente externo o un sentimiento— está rompiendo el flujo natural que permite a los organismos mantenerse en equilibrio.

Crecí en los años noventa, una época de libre comercio, de neoliberalismo y de buscar en el «modo de vida americano» un estándar. La crisis ambiental —que ya era evidente pero no lo suficiente como para frenar la extracción de recursos y preocupar “inútilmente” a la población— se hizo innegable con los años. Siendo adulta nunca me tomé demasiado en serio mi “ecoansiedad”. Me acostumbré a vivir con ella aunque a veces me causara tanto desasosiego que no podía dormir o anduviera por las calles pensando en qué parchecito de tierra plantar un árbol, para acabar sintiéndome más ansiosa porque no sabía ni de dónde sacaría el árbol ni cómo haría para plantarlo en un lugar público. 

Vivir con ecoansiedad conlleva un sentimiento de incomprensión hacia el mundo que nos rodea. Mientras se percibe una sensación constante y marcada de peligro y de inminente catástrofe, resulta ilógico, inconcebible, que los demás no puedan o quieran percibirla, lo que genera aislamiento y soledad. Vivir con ecoansiedad implica estar ausente de uno mismo, encerrado en pensamientos catastróficos y dolorosos que hacen difícil la convivencia con quienes más amamos. 

Buscando sanar al planeta encontré mi propia medicina. Empecé a compostar para evitar generar más basura. Al principio, simplemente para reducir desperdicios. Cada día, al añadir restos de comida y hojas secas, fui observando cómo aquello que antes consideraba basura se transformaba en algo mejor. Encontré esperanza en la composta.  

©Edward Howell

Renacer 

En su humedad y aroma, el compost guarda secretos poderosos y ancestrales que nos ayudan a comprender el cambio. Representa la construcción sinuosa y acompasada de aquello que nos da forma, sentido y continuidad. No es simplemente tierra; es una manifestación viva del ciclo eterno de la vida y la muerte, un recordatorio de que todo lo que ha sido debió transformarse para alimentar lo que es y será. En el compost, la destrucción no es un final, sino un preludio de la evolución.

Comencé a compostar para «hacer bien las cosas», para reducir la basura. Con el paso de los días, la composta cambió mi alimentación, mi relación con la economía local. Luego descubrí que la vida brotaba: semillas de aguacate que se convertían en arbolitos, plantitas de jitomate y melón en medio de mis desperdicios. La descomposición me llevó a la vida: un huerto que me reconectó con la Tierra.

La composta y el contacto con la Tierra me mostraron que hasta entonces yo no había tenido una función benéfica dentro del lugar al que pertenezco como otros seres sí la tienen: las lombrices descomponen la materia orgánica, la mayoría de los insectos abonan el suelo con sus desperdicios y son también descomponedores; otros son polinizadores. En cambio, como humana de estos tiempos, yo solía hacer cosas que poco o nada contribuían con el medio en el que me desarrollé; mi basura y desperdicios se convertían en un estorbo para el trabajo de otros seres. 

©Gabi Miranda

Sentirme conectada, ocupada, con un propósito de vida en las manos me sanó. Saber que soy capaz de generar alimento, de compartirlo y nutrir a otros me enraiza y me conecta con la vida que me rodea de muchas formas. Comprendí que hacer composta era mucho más que manejar mis desechos, que tenía que ver con algo muy profundo y especial; fue cobrando un sentido creativo y filosófico para mí que se transformó también en un camino espiritual. Cobré conciencia de la unidad a la que pertenezco desde la observación. 

El compost es interdependencia, no tiene protagonistas. Las historias de héroes —grabadas en cavernas, epopeyas o novelas— reclaman para sí el privilegio de la permanencia, un privilegio que no existe en la naturaleza. En el compost hay transformación continua. No existe lo uno, sino lo unitario. No hay héroes sino colaboradores. Cada ser implicado en la transformación de la materia cumple un ciclo de restitución y reacomodo aunque, para que eso ocurra, debe haber antes un anulamiento, una destrucción.

Renunciar

La renuncia es el detonante de la transmutación. Esa palabra adquiere un peso trascendental cuando hablamos de regeneración. Implica desprenderse de aquello que ha sido para permitir el flujo continuo del cambio. La renuncia no es un simple acto de entrega, conlleva aceptación: comprender que el presente es continuidad y que no estamos destinados a permanecer. 

En la naturaleza, la renuncia es un sacrificio en el sentido más antiguo de la palabra: una ofrenda al ciclo de la existencia. Puede que para nosotros, con una vida efímera, comprender eso sea doloroso, difícil. Aprender de estos procesos, sin embargo, puede ser un acto liberador que nos confronta con la fragilidad del presente y le da un sentido trascendental a lo que somos. 

Además de ser una aspiradora de carbono atmosférico, una composta es una máquina de tiempo. Puede acelerar o retardar ciertos procesos según la perspectiva que se tome: los acelera cuando se trata de descomponer y devolver material al suelo. Lo que tardaría mucho tiempo en un entorno natural lleva pocas semanas en un compostero debido a la cantidad de descomponedores que puede llegar a albergar y a la ayuda que se le da manualmente. Ocurre lo contrario cuando se trata de dar espacio para la observación. Al ser un proceso paulatino, la atención se vuelca hacia el interior; cuando cribamos o atendemos la composta, pasamos tiempo con nosotros mismos, ocupados en tareas simples que dan espacio a la reflexión, a la pausa. 

Gracias a la composta comprendí que la muerte, el final irreductible y la separación no existen, porque estamos todos enlazados y en un intercambio continuo. “[…] seguir con el problema requiere aprender a estar verdaderamente presentes, no como un eje que se esfuma entre pasados horribles o edénicos y futuros apocalípticos o de salvación, sino como bichos mortales entrelazados en miríadas de configuraciones inacabadas de lugares, tiempos, materias, significados”, dice Donna Haraway en Seguir con el problema; generar parentesco en el Chthuluceno

Aceptar ha sido la parte más retadora de este aprendizaje; finalmente, en una composta hay un montón de cosas apestosas y podridas que no son agradables. Sin embargo, he cosechado muchísimos frutos gracias al compostaje, he aprendido incipientemente a manejar también mis propios desechos emocionales como hago con los de mi cocina, a convertir lo que ya no me sirve en alimento para algo mejor: al trabajarlo, desmenuzarlo y observarlo; al hacerle un espacio en mi vida. Porque la basura no existe. 

Y aunque suena como algo acabado, casi una panacea, no lo es. La composta es continuidad y la continuidad implica ruptura, caos. Con el tiempo comprendí que, aunque había aceptado la oscuridad de la muerte y la descomposición, gracias a la composta aún no había asumido del todo que la Tierra que habito nunca volverá a ser la misma. 

Ingenuamente vi la regeneración como un triunfo, sin considerar que implica una transformación radical: algo debe ser destruido para resurgir convertido en otra cosa. Aceptar esto no fue inmediato; ha sido un despertar doloroso, pues persiste el deseo de que la vida pueda repararse sin pérdida, de que todo continúe intacto. “La esperanza muere al último”, dicen. La regeneración no es un retorno, sino un devenir irreconocible, un ceder ante lo que vendrá.

¿Significa eso que debo darme por vencida y hacer a un lado todo intento de mejorar la forma en que vivo y mi relación con la Tierra? El camino no tiene retorno, no puedo desandar mis propios pasos para ser quien ya no soy. Lo que haga ahora no cambiará el destino de todo el planeta, es cierto. Sin embargo, sí transforma la manera en que habito el mundo, desde lo más pequeño en mi interior hasta la forma en que percibo y actúo. Vivir en consonancia con los ciclos de la Tierra me sitúa, me transforma, me brinda plenitud y reconciliación.

La paz que da la composta me permite ver con claridad y tomar acción desde la serenidad, desde una postura constructiva que, paradójicamente, resulta mucho más benéfica para el mundo que me rodea. No se trata sólo de hacer menos daño, sino de dejar de actuar desde la alienación y la ansiedad, de aprender a existir con la mente clara y consciente, en consonancia con mi esencia que se parece tanto a la de la Tierra. Y aunque ese equilibrio no siempre puede sostenerse, es una luz, una guía para discernir cuando hace falta. 

Renunciar a ser el héroe, como una forma de aceptar lo irremediable, no es una salida cómoda, no es hacerlo a un lado todo. Se nos ha hecho creer que renunciar es vergonzoso, porque los héroes que tanto nos gustan pelean hasta el final. Estos no son tiempos de héroes, sino de comunidades. La renuncia ante la regeneración no es inacción o cobardía, sino un cambio profundo en el sentido de la acción y en la forma en que dirigimos la voluntad. Surge desde el presente y la comunidad, desde la interdependencia que nos conecta con la naturaleza y entre nosotros. La acumulación, el control o la idea de un futuro perpetuo e individualista son su opuesto.

Aceptar

Acepto mi miedo, acepto mis ganas de prevalecer, acepto mi deseo de ver crecer a mis hijos, de tener nietos y de que ellos también tengan la oportunidad de un planeta generoso y lleno de amor. Acepto, con todo lo que eso implica, que el planeta está dejando de ser lo que era. Abrazo y acepto la idea de que nunca veré mi lugar de crecimiento de nuevo, porque ese lugar ya no existe.

Tomada de la mano de esta gran abuela, la Tierra, decido permanecer, aceptar, acompañar y agradecer, desde lo más profundo de mi corazón, que incluso en medio del dolor y la catástrofe, su generosidad es tanta que me permite sentir su amor en cada bocado, en cada respiración y en cada abrazo.

Imagen de Portada: ©Catalin Paterau